La
verdad es que hasta ahora nada te he dicho de Xalapa, porque para decir Xalapa
hay que decir incontables horas de música y madrugadas, decir un paisaje de
montañas que no alcanza con nombrar el Pico de Orizaba ni el Cofre de Perote,
hay que decir neblina como se dice un beso tartamudo anudado para siempre en la
garganta. Pero, sobre todo, para decir Xalapa, es necesario hablar de un
pueblo, de su ternura de gallos de azotea con su majestad plumaria entre
tinacos, del saludo de las flores en los mercados y la voz antigua de los
pregoneros, tendría que hablar de la risilla ligera del pan caliente en los
hornos de leña y la brisa del café recién tostado en las tardes de frío. Tendría
que matizar el paisaje de los lagos, pues también hay noches en que la bruma se
desplaza como susurrando por encima del agua y lo hace de una forma tan
misteriosa que sólo faltaría ver aparecer la barca de Caronte –que por fortuna
nunca llega–. Y a veces también, cuando la noche es clara, si te asomas al agua
y miras con cuidado y devoción, podrías encontrarte en el fondo alguna
estrella. Tendría, pues, que decirte tantas y tantas cosas simples, tan de a
diario, que tú me preguntarías para qué y yo no tendría respuesta. Lo que sí te
voy a decir es que, para quien llega así de ajena como yo, Xalapa guarda una
rincón y una bienvenida, un espacio diminuto de fidelidad. Xalapa, en resumen es
un pueblo, y como diría Pavese: “Un pueblo se necesita, aunque sólo sea por el
gusto de abandonarlo. Un pueblo, quiere decir no estar solo, saber que en las gentes,
en las plantas, en la tierra, hay algo nuestro y, a pesar de que uno se marcha
de allí, siempre nos aguarda”.
viernes, 16 de noviembre de 2012
domingo, 23 de septiembre de 2012
"la luna y las fogatas" (no. 59)
Un pueblo se necesita, aunque sólo sea por el gusto de abandonarlo. Un
pueblo, quiere decir no estar solo, saber que en las gentes, en las plantas, en
la tierra hay algo nuestro y, a pesar de que uno se marcha de allí, siempre nos
aguarda. Pero no es fácil permanecer tranquilos […] ¿Es posible que a los
cuarenta años, y con todo el mundo que he visto, no sepa aún cuál es mi pueblo?
Para los que se marchan, cada
sitio se convierte en un pueblo al cual volver, una tierra que guarda sus
nombres fielmente, pero sin poder evitar que el tiempo les pase encima. Y no es
fácil, nada fácil permanecer tranquilo cuando al mirar atrás se advierte que el
nombre de uno se ha quedado desperdigado en tantos lugares. Por eso uno regresa
–siempre regresa– a las calles de la infancia, a los patios derruidos y a las
hierbas silvestres abrazadas a los muros, para verificar que fue cierto, que el
nombre y la vida ahí dejados aguardan nuestro regreso.
Marcada por una de estas vueltas al
pueblo de la infancia, La luna y las
fogatas de Cesare Pavese implica revivir esa ingenua fascinación por ir
descubriendo uno a uno los secretos de la vida, lo mismo que experimentar por
primera vez los más profundos dolores. El paisaje idílico de Santo Stefano Belbo
con sus viñedos y sus colinas, adquiere ante los ojos del narrador una
multiplicidad de matices que van del recuerdo más entrañable de su comunión con
la naturaleza, hasta los episodios más truculentos de las familias venidas a
menos aplastadas por la guerra. En compañía de su mejor amigo, Nuto, el “Anguilo”
recorre las calles de aquel pueblo de trabajos arduos y fiestas de pueblo, de
chismorreos y secretos a voces que poco a poco se fueron oscureciendo con los
tintes más absurdos de la lucha armada. Volver al pueblo representa un asombro
ante las cosas nuevas, pero sobre todo, una abierta confrontación con el
pasado, con las muertes de tantos y tantos conocidos, con el destino que la
permanencia en ese sitio le deparó a cada uno de sus habitantes.
Aunque ya todo es distinto y la
mayor parte de lo que antes representaba la vida ha quedado sepultado a la
sombra de cualquier avellano, en el horizonte, por encima de las colinas todavía
resplandecen las fogatas, lo mismo que las risas y los sueños que encontraron
calor en torno a ellas. Al final y después de muchos años queda eso, el
resplandor quizá ilusorio y un par de certezas:
He recorrido bastante mundo para saber que todas las carnes son buenas
y se corrompen, y por eso uno se cansa y trata de echar raíces, de hacerse
tierra y pueblo, para que la propia carne tenga valor y dure algo más que una
simple vuelta de estación.
Pavese, Cesare. La luna y las fogatas. Trad. Romualdo
Brughetti. Buenos Aires: Siglo Veinte. 1972.
Imagen: "El pájaro relámpago cegado por el fuego de la luna". J. Miró.
domingo, 20 de mayo de 2012
salvo la tentación (no. 58)
Como introducción a su ¿Hay vida en la tierra? (Almadía 2012),
recopilación de cien historias publicadas en columnas de diversos periódicos,
Juan Villoro habla de la necesidad de un periodismo que apele a la tentación
del lector, a esas historias de “antojo” que “encandilan con algo que podríamos
ignorar”. Más allá de la información necesaria sobre política, economía,
sucesos de interés general y demás, los diarios deberían incluir esas piezas de
los “periodistas de tentación” donde se recupera y adereza la vida cotidiana, y
posteriormente es leída por el puro placer de acceder a un espacio privilegiado
de belleza.
Creer que hay belleza en el más
nimio detalle o coincidencia que nos depara el andar de todos los días, es
creer que aún hay algo de esperanza en lo que hacemos; reconocerla en sucesos extraordinarios,
históricos, surgidos de la inconformidad y la voluntad para cambiar el curso de
un país en agonía, es comprobar que todavía tiene sentido congregarnos por un bien
común con la esperanza de que el estado de cosas seguramente va a cambiar. “En
una época de simulacros, marcada por la televisión, el universo digital y otros
filtros, de pronto algo es misteriosamente real”, continúa Villoro, y ese algo
real lleno de misterio es lo que queda palpitando mucho tiempo después de
haberlo descubierto.
La marcha antiEPN llevada a
cabo ayer sábado 19 de mayo en el zócalo capitalino, fue histórica,
extraordinaria y bella en muchos sentidos. No fue sólo una congregación
multitudinaria de personas en abierta oposición a que el candidato por el PRI,
Enrique Peña Nieto, ocupe la presidencia, sino una celebración del poder de la
gente, del sentido del humor y la ironía, del simbolismo implícito en caminar
todos juntos desde el corazón del país hacia un mismo fin: el Ángel de la Independencia.
No es que la nota trágica hubiera estado ausente, al contrario, múltiples
mantas, pancartas, lonas impresas, camisetas y una pantalla gigante, estaban
ahí para dar cuenta de que después de todo, sí somos un país con memoria, que
tiene muy presentes episodios tan terribles y doloroso como Tlatelolco y Atenco,
como los miles de torturados, asesinados y desaparecidos de la actual y absurda
guerra contra el narcotráfico. Digo celebración como digo exhibición pública y
crítica (pero también llena de algarabía) de la corrupción, la mentira, la represión y la
hipocresía de un partido y un candidato que aspiran llegar pronto al poder a
través de la promoción, por demás deleznable, de unos medios de comunicación
igualmente corruptos y censores. Digo celebración, como digo reunión festiva,
en este caso, de miles de personas dispuestas a no creer más en las imágenes de
plástico de las televisoras oficiales, en las encuestas vendidas y las promesas
huecas de campaña.
Algo se volvió misteriosamente
real el día de ayer, algo que tiene que ver con la expresión de una voluntad
colectiva y genuina, llena de la creatividad de un sector de la sociedad que ha
decidido asumir su papel dentro de ella y expresarse con una de las mejores
armas contra la imposición y el autoritarismo: el sentido del humor. Por eso, después
de la marcha entre el zócalo capitalino y el Ángel, quedan palpitando los
signos, las palabras, las risas, las miles de voces:
“Peña el que no brinque”, “Encuestas
vendidas, Peña no va arriba”, “Yo leo, no veo Televisa”, “No más PRI”, “Gaviota,
tu esposo es un idiota”, “Ni un voto, PRI=PAN”, “Yo no vine por mi torta, vine
por mis huevos”, “EPN ¡NO!”, “Ni un voto al PRIAN”, “Yo leo, no veo Televisa”, “Se
ve, se siente, Enrique es delincuente, se ve, se nota, su cola de ratota, no lee
y se nota, Peña miente es un idiota, Peña no cumple”, “Ni panista ni
perredista. Soy mexicana y conozco la historia. No a EPN”, “Voto informado, no
manipulado”, “Peña Nieto, México no te quiere”, “NO + PRI”, “EPN, gobernar
México no es una telenovela”, “EPN: la prole no te quiere”, “Peña, cae bastardo”,
“Este señor tiene derecho a no leerme, a lo que no tiene derecho es a ser
presidente a partir de la ignorancia” (lema junto a una imagen de Carlos
Fuentes)…
Y a la par con las voces, las imágenes: ratas gigantes con el rostro de Carlos Salinas o Enrique Peña
Nieto, un títere de EPN manipulado por Salinas, un copete atravesado por la
línea roja diagonal de está prohibido, camisetas blancas y negras con “NO + PRI”
o “Peña no cumple” en las espaldas, máscaras de Guy Fawkes cubriendo los
rostros de los manifestantes, cartulinas con mensajes diversos: “Yo sí tengo
memoria: Tlatelolco, Acteal, Aguas Blancas, Devaluación 1994”, “No le regales
tu voto a Peña Nieto, mejor regálale un libro”, “Soy Cecilia F. Soy
desempleada. Me niego a aceptar la realidad maquillada que quieren imponer las
televisoras”, “Me comprometo a madrearte como a los de Atenco”…
Esta mañana, la prensa muestra
diversos aspectos de la marcha antiEP. La cifra de asistentes a la del zócalo
capitalino oscila, según la versión que se consulte, entre los 10 mil y los más de 40 mil
asistentes. No han faltado los encabezados que han tendido a politizarla (“Llama
Josefina a tomar las calles contra Peña Nieto” del Milenio) o minimizarla
relegándola a espacios menos protagónicos en sus páginas (véase p.e. la edición
de este domingo del Diario de Xalapa). Por fortuna e independientemente de los
medios oficiales, sobreviven y se difunden sin censura cientos de videos y
fotografías de quienes tuvimos la oportunidad de estar ahí. Creo en esas
imágenes y en todo lo que misteriosamente pueden convertir en real, pues como
afirma Wilde, como asume Villoro, “puedo resistirlo todo, salvo la tentación” de
hablar de su belleza y compartirla con otros, en este caso como una historia
que encandila pero no puede ser ignorada.
México, D.F. 19 de mayo
Xalapa, Ver. 20 de mayo
domingo, 22 de abril de 2012
"el poder del perro" (no. 57)
Hay imágenes y situaciones frente a las cuales se despierta algo muy turbio de la naturaleza humana. Los últimos años de México han estado repletos de momentos después de los cuales nada vuelve a ser igual. En algunas personas ese algo turbio encarna en un deseo de venganza irrefrenable y en otros, en un monstruo interno que los va consumiendo en medio de la ira y la indignación. Algunos atienden al llamado activamente, protagonizando acciones tan atroces como las que los han conmocionado; los más, nos vamos por los días intentando encontrar un resquicio de solaz –y esperanza, tal vez– entre la frustración y las posibilidades pacíficas de hacer una diferencia.
Ira, venganza, ansias de poder, ansias de justicia, son tan sólo unos cuantos términos para ir acercándonos a la noción de lo que es, y puede llegar a ser, eso que Don Winslow llama el poder del perro. A veces surge de ver cómo en unos cuantos minutos la vida y todo lo que has llegado a amar se destruye ante tus ojos. Otras veces, las peores, viene de ir probando muy lentamente el poder en sus muy diversas facetas, hasta llegar a creer que la vida del otro te pertenece.
El poder del perro (The power of the dog, 2009) de Don Winslow encuentra su origen en una sola imagen: “El punto de partida, el primer impulso, me vino luego de leer acerca de una masacre de niños y mujeres, por un asunto de drogas, que tuvo lugar en Baja California, en México, en 1988. Me pregunté entonces cómo se podía llegar a ordenar la ejecución de algo así, cómo llega alguien a este punto. Supongo que escribí El poder del perro buscando una respuesta. Y lo cierto es que todavía estoy buscándola. Si alguna vez la encuentro, me encantará poder compartirla con todos ustedes”.
En lo que llega la respuesta, Winslow nos ofrece una historia novelada muy similar a la del México de las últimas décadas. Desde el auge de las plantaciones de amapola en los años setenta en Sinaloa, hasta la sucesión de capos del narcotráfico de los principales cárteles en este comienzo del siglo XXI, El poder del perro presenta la compleja lucha por mantener y adquirir más poder en un país donde las raíces del crimen organizado se hunden hasta lo más profundo de su vida política y eclesiástica; donde las fronteras geográficas adquieren dimensiones muy distintas cuando se trata de traficar armas, droga y personas.
A través de un argumento tan intrincado como fascinante, accedemos a la vida privada de los capos de Sinaloa, Tijuana y Guadalajara, lo mismo que al famoso Hell’s Kitchen neoyorkino, a los campamentos de las FARC y las plantaciones de coca colombianas, y a las altas esferas de la prostitución en California. Siguiendo la trayectoria del agente de la DEA Art Keller y su obsesión por vengar la muerte de su compañero Ernie Hidalgo a manos de los Barrera (dueños y señores de la plaza de Guadalajara en los setentas), Wislow despliega tres décadas de corrupción, pactos con el PRI y disputas entre cárteles, destacando momentos clave en la vida económica y política del país, como el terremoto del 85, el asesinato de Luis Donaldo Colosio, el del Cardenal Posadas Ocampo, y las respectivas aprehensiones, muertes y movimientos de algunos de los más renombrados narcotraficantes: Amado Carrillo Fuentes, los hermanos Arellano Félix y el “Neto” Fonseca, entre otros.
Lejos de entregarse ciegamente a la versión maniquea de policías contra narcos, Winslow se adentra en ese laberinto de la condición humana donde aún hay cabida para el amor, la compasión, la fidelidad, el arrepentimiento y la solidaridad, en medio del deseo de venganza y el instinto de sobrevivencia. Aunque son repetidas y en extremo violentas las escenas de torturas y asesinatos en la novela, Winslow logra un equilibrio casi perfecto entre la sordidez inherente al contexto y al modo de proceder de las mafias, y esa veta humana incluso presente en el más despiadado matón a sueldo. Por fortuna no hay regocijo en la imagen descarnada, sólo una racionada dosis de crueldad y situaciones –por desgracia- muy bien documentadas.
Más allá del tono y la estructura por demás comerciales, una de las grandes virtudes de El poder del perro reside justamente en sus personajes, en su capacidad de absorberte por completo y ubicarte, como lector, en esa misma encrucijada: cobrar venganza o no, plata o plomo, morir o matar, traicionar o morir. Al final, sabemos en qué termina la historia (el 2010 y el 2011 mexicanos dan perfecta cuenta de ello), sin embargo, lo que queda es eso otro, un volver sobre la historia reciente dimensionando sus aspectos más recónditos y, en especial, un resquemor individual por no saber si en una situación extrema seríamos capaces de resistir al poder del perro.
Winslow, Don. El poder del perro. Trad. Eduardo G. Murillo. México: Random House Mondadori. 2009.
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