viernes, 16 de noviembre de 2012

breve estampa xalapeña (no. 60)


La verdad es que hasta ahora nada te he dicho de Xalapa, porque para decir Xalapa hay que decir incontables horas de música y madrugadas, decir un paisaje de montañas que no alcanza con nombrar el Pico de Orizaba ni el Cofre de Perote, hay que decir neblina como se dice un beso tartamudo anudado para siempre en la garganta. Pero, sobre todo, para decir Xalapa, es necesario hablar de un pueblo, de su ternura de gallos de azotea con su majestad plumaria entre tinacos, del saludo de las flores en los mercados y la voz antigua de los pregoneros, tendría que hablar de la risilla ligera del pan caliente en los hornos de leña y la brisa del café recién tostado en las tardes de frío. Tendría que matizar el paisaje de los lagos, pues también hay noches en que la bruma se desplaza como susurrando por encima del agua y lo hace de una forma tan misteriosa que sólo faltaría ver aparecer la barca de Caronte –que por fortuna nunca llega–. Y a veces también, cuando la noche es clara, si te asomas al agua y miras con cuidado y devoción, podrías encontrarte en el fondo alguna estrella. Tendría, pues, que decirte tantas y tantas cosas simples, tan de a diario, que tú me preguntarías para qué y yo no tendría respuesta. Lo que sí te voy a decir es que, para quien llega así de ajena como yo, Xalapa guarda una rincón y una bienvenida, un espacio diminuto de fidelidad. Xalapa, en resumen es un pueblo, y como diría Pavese: “Un pueblo se necesita, aunque sólo sea por el gusto de abandonarlo. Un pueblo, quiere decir no estar solo, saber que en las gentes, en las plantas, en la tierra, hay algo nuestro y, a pesar de que uno se marcha de allí, siempre nos aguarda”.

No hay comentarios: