Un pueblo se necesita, aunque sólo sea por el gusto de abandonarlo. Un
pueblo, quiere decir no estar solo, saber que en las gentes, en las plantas, en
la tierra hay algo nuestro y, a pesar de que uno se marcha de allí, siempre nos
aguarda. Pero no es fácil permanecer tranquilos […] ¿Es posible que a los
cuarenta años, y con todo el mundo que he visto, no sepa aún cuál es mi pueblo?
Para los que se marchan, cada
sitio se convierte en un pueblo al cual volver, una tierra que guarda sus
nombres fielmente, pero sin poder evitar que el tiempo les pase encima. Y no es
fácil, nada fácil permanecer tranquilo cuando al mirar atrás se advierte que el
nombre de uno se ha quedado desperdigado en tantos lugares. Por eso uno regresa
–siempre regresa– a las calles de la infancia, a los patios derruidos y a las
hierbas silvestres abrazadas a los muros, para verificar que fue cierto, que el
nombre y la vida ahí dejados aguardan nuestro regreso.
Marcada por una de estas vueltas al
pueblo de la infancia, La luna y las
fogatas de Cesare Pavese implica revivir esa ingenua fascinación por ir
descubriendo uno a uno los secretos de la vida, lo mismo que experimentar por
primera vez los más profundos dolores. El paisaje idílico de Santo Stefano Belbo
con sus viñedos y sus colinas, adquiere ante los ojos del narrador una
multiplicidad de matices que van del recuerdo más entrañable de su comunión con
la naturaleza, hasta los episodios más truculentos de las familias venidas a
menos aplastadas por la guerra. En compañía de su mejor amigo, Nuto, el “Anguilo”
recorre las calles de aquel pueblo de trabajos arduos y fiestas de pueblo, de
chismorreos y secretos a voces que poco a poco se fueron oscureciendo con los
tintes más absurdos de la lucha armada. Volver al pueblo representa un asombro
ante las cosas nuevas, pero sobre todo, una abierta confrontación con el
pasado, con las muertes de tantos y tantos conocidos, con el destino que la
permanencia en ese sitio le deparó a cada uno de sus habitantes.
Aunque ya todo es distinto y la
mayor parte de lo que antes representaba la vida ha quedado sepultado a la
sombra de cualquier avellano, en el horizonte, por encima de las colinas todavía
resplandecen las fogatas, lo mismo que las risas y los sueños que encontraron
calor en torno a ellas. Al final y después de muchos años queda eso, el
resplandor quizá ilusorio y un par de certezas:
He recorrido bastante mundo para saber que todas las carnes son buenas
y se corrompen, y por eso uno se cansa y trata de echar raíces, de hacerse
tierra y pueblo, para que la propia carne tenga valor y dure algo más que una
simple vuelta de estación.
Pavese, Cesare. La luna y las fogatas. Trad. Romualdo
Brughetti. Buenos Aires: Siglo Veinte. 1972.
Imagen: "El pájaro relámpago cegado por el fuego de la luna". J. Miró.
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