lunes, 6 de diciembre de 2010

una obligada calma (no. 53)


Dice Carlos Pellicer en uno de sus nocturnos: “No tengo tiempo de mirar las cosas/ como yo lo deseo./ Se me escurren sobre la mirada/ y todo lo que veo/ son esquinas profundas rotuladas con radio/ donde leo la ciudad para no perder el tiempo./ Esta obligada prisa que inexorablemente/ quiere entregarme el mundo con un dato pequeño”.

No sé si por desidia, indiferencia o falta de tiempo, la mirada diaria tiende a conformarse con ese dato pequeño y una versión simplificada de las cosas. Desde luego hay también excepciones, miradas lúcidas que son atenta lectura del mundo y sus complejos universos. En ellas prevalece una obligada calma capaz de anular el tiempo y de comprender el espacio en otras dimensiones.

Los cuentos que conforman “Habla de lo que sabes” de Geney Beltrán Félix son, en muchos sentidos, una mirada profunda hacia los ámbitos más conflictivos del ser humano, hacia sus facetas más grises y sus resquebrajamientos. Como oportunamente afirma Alejandra Pizarnik, hablar de lo que uno sabe debe remitir al silencio cómplice y duro a que nos obliga aquello que vibra en la médula, al claroscuro que hace residencia en la mirada, al dolor, al vértigo, a la desolación.

Desde un narrador que en la mayoría de los cuentos tiende a erigirse como testigo cercano de ese proceso de meticulosa observación, asistimos a diversos episodios donde la soledad, el desencanto y la incomunicabilidad parecen ser las únicas huellas a seguir en un camino laberíntico y sin regreso. La peculiaridad de este narrador, sin embargo, reside en que, más que describir sucesos ajenos, pareciera una especie de alter ego que se mira a sí mismo desde una imprudente distancia: demasiado adentro de sí como para permanecer impasible, demasiado cerca del espectáculo del propio desasosiego. Quizás por eso las historias se encuentran focalizadas en la trayectoria de un protagonista que de pronto se encuentra solo en una cotidianidad que se vuelve extraordinaria y le conmina a explorar sus sentimientos, pensamientos y temores.

Las rupturas familiares, la distancia abismal entre padres e hijos, hombre y mujer como pareja; el estar constreñido por una situación económico social particular, la frustración del sueño o el amor no realizado, las múltiples interrogantes inherentes a la creación literaria, se ven atravesadas por decisiones o circunstancias que rayan en la situación límite, en la disolución de las fronteras entre lo real y lo imaginario. En cuentos como “Anoche soñé que volaba”, “La hija” o “Los perseguidos”, la introspección de los protagonistas los satura hasta culminar con el asesinato; mientras que en historias como “La celda en la Ciudad”, “Ese mundo de extraños” y “Hondonada”, la confusión se hace una con el interior de los personajes, posicionándolos en un espacio y un tiempo imprecisos que apelan más a la lógica caótica del sueño y que, por momentos, lindan con lo fantástico.

A modo de eco, la Ciudad (con mayúscula) que contiene a estos personajes, se levanta hostil y desmesurada. Desde el primer cuento, “La celda en la Ciudad” se dispone de un espacio que nada tiene de benévolo, más bien es eso, una prisión en sí misma y una metáfora de los límites que también imponen el matrimonio, la paternidad, el ser hombre, hermano, hijo o simplemente un ser humano con toda su humanidad a cuestas. Las vistas de esta Ciudad son pues escenario y reflejo del ser interior que se aproxima a un punto crítico. En “Perdonados por quién”, por ejemplo, el cuerpo y el pensamiento del protagonista experimentan un derrumbe paralelo al de los edificios en un terremoto, por eso afirma en medio de su malestar que “todo aquí es polvo”, mientras se repite taladrante la pregunta “¿qué es estar vivos?”. En “Anoche soñé que volaba” la Ciudad que se mira desde arriba en sueños es el punto de partida y el destino final de una vida que se modifica rabiosamente, en el pleno centro de la sordidez, la soledad y el desamparo. Cuando llega a estos extremos es contundente, cuando no, la Ciudad-espacio se instala con una extrañeza profunda que desconcierta: no sabemos si así son las cosas o si así se proyectan desde la perspectiva de cada personaje perdido en sí mismo y respecto a los otros. En “Ese mundo de extraños”, la nostalgia es la que atraviesa la ocupación del espacio, del departamento de un hombre (en primera persona), que sin explicación de por medio empieza a encontrar nuevos inquilinos en cada rincón. Como una especie de diálogo con “Casa tomada” de Cortázar, esta historia exhibe en su circunstancia improbable la dureza de la soledad, los recuerdos y el deseo cercenado. En “Hondonada”, la Ciudad es confusión, laberinto y cansancio, búsqueda y espera inútil, nombres absurdos de calles que tal vez cambien de lugar, reiteración de las limitantes que aquejan a Omar.
Nada hay de apacible en estas historias. Todo lo contrario. En “Habla de lo que sabes” no hay cabida para el contentamiento con el dato pequeño, con la imagen idealizada del núcleo familiar o el amor filial o erótico como certeza a la cual asirse. Cada cuento está dispuesto como una obligada calma para mirar las cosas frontalmente, en todos sus detalles, con toda su violencia.

Texto leído el pasado jueves 3 de diciembre en la presentación del libro "Habla de lo que sabes" de Geney Beltrán. Casa Colón, Mérida, Yuc.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Germán Dehesa: un hombre elegante (no. 52)

el deber de vivir es irrenunciable, inevitable y gozoso
G.D.

 
En su artículo titulado “Sobre la elegancia” (Por Esto! 11 de noviembre 2010), José Díaz Cervera se aproxima a una noción muy particular de elegancia que reside en una forma de interactuar con el mundo. Hay algo seductor en las cosas que nos obliga a mirarlas elegantemente, a conocerlas y explorarlas hasta los más recónditos de sus misterios. “Ya sea que pensemos el tiempo como una línea continua o que lo imaginemos como un conjunto de instantes entre los cuales lo único que subsiste es la eternidad, algo debe tener de especial esa dimensión de nuestra vida para que nuestro pensamiento se ocupe de ella de maneras muy diversas”.
Leer a Germán Dehesa es asistir a esos instantes de eternidad y confirmar que, en efecto, el Charro Negro era un hombre elegante. Atento observador y pensador de los universos cotidianos, los misterios adquieren en sus palabras la más refinada vitalidad, la seducción de lo que se encuentra muy cerca de nosotros y que sin embargo, nos implica un ejercicio de agudeza y curiosidad extremas para llegar a conocerlo a fondo.
Desde la República de las Letras, que era el sitio de sus sueños, Dehesa explora, descubre, se fascina y habla no de las cosas, sino de la vida palpitante que en ellas encuentra. La cotidianidad es el templo de su devoción, así como la naturaleza humana ese objeto fantástico, sorprendente, ambiguo e infinito con el que dialoga a cada momento. Por eso el hombre elegante ama la humanidad y cree en el “nosotros” como
“el único pronombre digno de los humanos”. Porque es parte de esta extraña y compleja especie, los encuentros y desencuentros con ella le implican la perpetuación del ciclo interminable de preguntas y respuestas, así como la contundencia de afirmar sin reparos que “lo nuestro [lo de los seres humanos] es procurar y distribuir con disciplina, con justicia y con lúcida pasión la belleza verdadera y la verdad que, me consta, es de una belleza aterradora. Lo demás son asuntos menores, distracciones, perversiones, pequeñeces”.
Quizás lo más poderoso en los hallazgos del hombre elegante sea su sentido del humor y la risa llena de vitalidad (juguetona, gozosa, placentera, satisfecha, de frustración, de plenitud, de dolor) que residen en sus palabras. Si algo reconozco en él es su capacidad para despojarse del acartonamiento pseudointelectual y darnos una palmada en el hombro, un buen abrazo de bienvenida y la invitación siempre vigente para reír con él en un gesto genuino de complicidad.
El hombre elegante partió de esta generosa vida el 2 de septiembre pasado, imagino se encontrará explorando un mundo más complejo pero no menos fascinante. A nosotros (“lectora lector querido”) nos quedan sus palabras, agradecerle la voluntad y vocación que tuvo para compartirlas y esas afirmaciones reveladoras que pueden salvarnos cualquier día:

la maldad con bibliografía es terrible
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Aquí me tienen, lejos del odio, que es la pasión más inútil, y cerca del nuevo amor. A mi trabajo acudo; asisto y asistiré siempre (hasta que el siempre se vuelva nunca) […] El resto del mundo rueda y uno rueda con él y da por supuesto que la vida es más inteligente que nosotros. Navego rumbo a mis sesenta y un años y cumplo con darte las coordenadas de mis naufragios y mis restauraciones. A nadie le he robado la pelota, no aspiro a ser votado y hago tareas que ya ni los negros quieren hacer
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No seré polvo que vuelva al polvo; seré agua y a ella retornaré para permanecer y ser, como querría Quevedo, agua enamorada

sábado, 16 de octubre de 2010

"aquí se narra, se ordena" (no. 51)

aquí se narra

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Siempre había odiado la teoría literaria. Me exasperaba la rigidez, la pretensión objetivista y cientificista, las hipótesis absurdas, el mecanismo frío de los métodos y, en resumidas cuentas, esa vocación por diseccionar y desmembrar algo tan hermoso y fascinante como la literatura. Alguna vez lo dijo mi querida E., es como estar con la persona amada y dedicarse a verificar que efectivamente tiene dos ojos, una nariz, una boca, veinte dedos y que los sistemas respiratorio, circulatorio y endocrino le funcionan a la perfección.
Ahora doy clases de Introducción a la teoría literaria, Teoría literaria, Corrientes contemporáneas de la teoría literaria y Análisis de texto dramático IV. No es mi culpa. Cada vez que formulo con palabras mi voluntad de separarme en definitiva de un camino, el mundo se (des)ordena para llevarme de vuelta a esa misma ruta y con exceso de equipaje. He aprendido a aceptar que la vida es más vieja y sabia que yo.
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Hace algunos meses me pidieron mi opinión sobre el nombrar Nican Mopohua un proyecto editorial. Me mostré renuente y puse mil peros: es difícil de recordar, suena raro, se prestaría a innumerables confusiones; el significado es lindo pero no sé, no me convence. ¿Por qué Nican Mopohua para todo caso?
No fue sino hasta ayer que logré aprehender con cierta amplitud el sentido de esas palabras. Nican Mopohua: “aquí se narra, se ordena”. Desde luego es un sentido muy personal el que le he dado y que todavía intento fijar en una imagen completa.
Ahora veo que lo importante en el nombre Nican Mopohua no era su carácter histórico, en tanto que texto legitimador del guadalupanismo en México. Lo relevante era el sentido del narrar, del poner en orden las bases para la fundación de una fe, que como todas, debe traducirse al lenguaje de la palabra y el símbolo para recibir el hálito de vida y perdurabilidad inherente a lo que aspira operar en el ámbito de lo sagrado.
En este caso, la narración y el orden fundador sirvieron para erigir uno de los mitos más poderosos: el de la Virgen de Guadalupe, la Virgen Morena, madre de todos los mexicanos, la que vela por la patria y a la que uno se encomienda hasta para la más mínima actividad cotidiana.
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Llevo seis años trabajando en la poesía de Aurora Reyes. He pasado de la fascinación al desencanto, del hastío al enamoramiento, de la indiferencia a la reconciliación. He puesto en juego mil lecturas posibles e imposibles. Me he sumergido en todas sus palabras y vuelto a salir sin una sola idea en claro. He regresado una y otra vez, con nuevos ojos, con viejos bríos renovados. Los poemas de Espiral en retorno brotan en mi memoria en los momentos más inverosímiles: haciendo alguna operación en el banco
-señorita, su número de cuenta
-no interrogues al cardo, no te asomes al río, no llames al secreto
cuando despierto súbitamente después de un mal sueño, me pregunto
-¿quién desató la voz de la ventana?
en el salón de clases, antes de pasar lista, se borran los nombres de los alumnos y se llenan con los de la Coatlicue presentes en Madre nuestra la Tierra:
1. Inmensurable Madre -¡Presente!
2. Sembradora -¡Presente!
3. Pasión desesperada -¡No vino, está enferma!
4. Hacedora implacable… ¡Hacedora implacable! -¡Presente, presente!
5. Gigante paridora –Está en el baño
6. Diosa legítima
En un principio, estos nombres y los versos que en torno a ellos describían una gran espiral, no me decían nada.

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La primera noticia que tuve de Esther Seligson fue gracias a una traducción que ella había hecho de Edmond Jabés y que un buen día tuve ocasión de leer en la licenciatura. Sin embargo, en ese momento conservé únicamente las palabras y el nombre de Jabés. A ella, sin querer, la guardé en un sitio muy particular de la memoria, como una especie de semilla que habría de empezar a brotar muchos años después:
un día llegué a casa de mamá. La casa estaba vacía pero en exceso iluminada por unos rayos muy transparentes. Era una claridad extraña, pero no me detuve mucho en ella. Repasé los estantes de la biblioteca en automático, buscando no sé qué y sin tantos ánimos de encontrarlo. Tomé un libro al azar. Leí en la contraportada: “la escritura quiere ser aquí un recorrido personal y único para cada lector, una forma de Conocimiento a la medida de su sed de absoluto, su nostalgia de plenitud, su capacidad de ensoñación”. Abrí el libro y lo primero que miré fue la foto de la solapa: una mujer de aire milenario sonreía a medias, reclinada sobre el marco de un ventanal blanco; un haz poderoso de luz caía sobre su rostro y sobre unas florecillas situadas por debajo del ventanal. A pesar de que la foto estaba en blanco y negro, se podía notar que aquél era un día espléndido y soleado. Luego, abrí el libro en cualquier página:
La respuesta no tiene memoria.
Sólo la pregunta recuerda.
No podía ser de otra manera. Era Jabés. El libro: Toda la luz de Esther Seligson.
Después de eso, los encuentros “fortuitos” con su escritura y su nombre de estrella han llegado con mucha puntualidad y precisión para reiterar(me) la sabiduría y la perfección de la vida.



aquí se ordena
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Lo que en un principio pretendía ser una tesis de licenciatura, pronto se convirtió en una tesis de maestría que estoy a punto de concluir. Los espacios que he tenido que visitar a raíz de esa obsesión con la poesía de Aurora Reyes han sido diversos, tortuosos y en los últimos meses fascinantes. Luego de probar con varias llaves y fórmulas, descubro que esos nombres y versos en espiral, atienden plenamente a los significados y la simbología con que se ha representado la figura de la Coatlicue como Diosa Madre. Esto ha implicado tener un encuentro igual de contradictorio y múltiple que la deidad: asumir un lado protector, cómodo, en el que uno experimenta el alivio de saberse respaldado por un poder benevolente, pero también el reto de incorporar el lado destructor y terrible de lo que nos devora sin remedio.
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El camino de la teoría literaria, después de todo, ha sido generoso conmigo. Me ha permitido entender sus razones de ser y obligado a darle forma a un cúmulo de conocimientos que había arrumbado en el fondo de la caja de los juguetes.
Hay una teoría sobre los personajes de teatro que afirma que un personaje es, desde el reparto, una especie de caja-nombre vacío que a lo largo de la obra se irá llenando de significados, acciones, cualidades, defectos, certezas y ambigüedades que harán de él, al final, eso: un personaje. Una vez que uno pone a prueba la teoría se da cuenta de que, en más de un sentido, es una obviedad no privativa de los personajes de teatro sino de todo tipo de personaje, incluso de los de la vida real. Así, pensé, me lleno de nombres, palabras, personajes, teorías, coincidencias, experiencias. Aunque todavía no me queda muy claro cuándo llegaré a ser el personaje. Como sea, el camino de la teoría también llega puntual a depositar su gota nutricia de sentido: “Lo más verdadero es poético porque no es detenido-detenible” (H. Cixous); y es esta misma teoría la que parte de la Diosa Madre, pero en este caso como la huella prístina del carácter generoso de la mujer. Es también alguna teoría la que supone que al nacer y durante los primeros meses de vida, tenemos un vínculo estrecho con la madre, a tal grado que no logramos distinguir la diferencia entre ella y nosotros. Un solo ser-sangre.
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Hace un par de días me fueron obsequiadas las memorias de Esther Seligson. En la portada se ve ella, algunos años atrás, con un vestido blanco, largo, de encajes. Sus ojos grandes no miran a la cámara, sino a un punto apenas a un lado de ésta. Su frente está levemente fruncida. En su rostro parecen haber más certezas que dudas y algo de temeridad. Su mano derecha está a punto de abrir un gran portón de madera, o quizás, lo acaba de cerrar.
En las palabras de Seligson hay luz, mucha luz, una luz transparente que sólo he podido mirar desde lejos, igual que como se observa el misterio cuando una es pequeña y apenas va descubriendo que con las manos puede tocar las claves del universo…
Abrí el libro al azar en las primeras páginas. Lo primero que vi fue el epígrafe de la primera parte titulada Dúo y que empieza hablando de Ella, mi madre:
¿No estoy aquí, yo que soy tu Madre?
¿No estás aquí bajo mi sombra y resguardo?
¿No soy la fuente de tu alegría?
¿No estás en el hueco de mi mano, en el cruce de mis brazos?
¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?
Nican Mopohua
la imagen completa
mi primer sobrino nació la semana pasada. Mi hermana y el nene están llenos de vida. No parece haber una diferencia entre la una y el otro. Él, es un personaje diminuto y en su pequeñez caben miles de sueños, decenas de años y todas las palabras. Ella, se ve llena como una luna, posada provisionalmente sobre la superficie de la tierra. De sus senos brota una luz dulcísima que cada tres o cuatro horas ilumina al nene, y es tan generosa que aunque él se quede dormido, la luz sigue corriendo y forma surcos, ríos, mares, baña jardines y se pierde en un confín a donde sólo él podría llegar. Cuando ella lo coloca entre sus brazos y apoya su cabecita en su pecho, es como si los detalles más mínimos, los días y las noches, los elementos y la naturaleza misma se conjugaran para hacer transparente un solo universo sabio, armónico, risueño y en el que cada coincidencia adquiere su justo sentido.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

los nombres de la pasión (no. 50)


He oído decir que uno escribe para curarse los monstruos, para sacarlos y aniquilarlos una vez vertidos sobre el papel. Sé que hay quienes escriben para no olvidar o para adornar sus recuerdos con trazos fantásticos de nostalgia. Hay quienes aseguran la existencia de un fin catártico en cada página y en las historias que de ahí nacen; así como también hay muchos a quienes la escritura se les impone como una especie de maldición que secretamente se disfruta y de la que no se pueden, ni quieren, librar jamás.
Sé que, por otro lado, están los que escriben para hacer alarde de mil recursos verbales que explotan y resplandecen, tan efímeros como vacíos; pero no me importan mucho. Me importan los que aman a las palabras y cuyas vidas dependen del tortuoso, indecente e intrincado camino que la relación amorosa con ellas les ha dispuesto. Últimamente me importan más los que aman con la palabra y a partir de ella le ponen nombres a su pasión.
El sólo título del libro me atrapó de inmediato aunque no por seductor, sino por incongruente o pretencioso: Breve tratado de la pasión con una selección de textos y prólogo de Alberto Manguel. Cómo se trata la pasión, qué se supone que implica un tratado de algo tan volátil, cómo se hace de la pasión algo breve…
El prólogo comenzaba con una anécdota curiosa sobre una abogada que demandó a uno de sus colegas por acoso sexual y presentó como evidencia una bolsa cargada con más de ochocientas cartas de amor que el hombre le había escrito en un lapso apenas mayor al año y medio. La respuesta del procurador ante dicha prueba fue: “Me sorprende que con tanto ardor, el bolso no se haya consumido solo”. A partir de ahí, una serie de reflexiones sobre la condición del enamoramiento y los efectos terribles que tiene sobre quienes lo padecen -en especial cuando tal condición los lleva a escribir- venía a justificar la selección de textos que conformaba el libro. El énfasis estaba puesto en esa relación tan particular entre destinador y destinatario cuando se trata de un poema o una carta de amor. Qué es lo que nos lleva a querer explicar con palabras ese desasosiego inherente al deseo. Cómo hacer que cada lugar común signifique algo de verdad para quien habrá de leernos. Cómo decir que la vida se nos va con la sola evocación del nombre de la persona amada sin quedarnos completamente indefensos, frágiles, serviles y sin otra voluntad que no sea para solicitar su presencia.
Seguí con la lectura de cartas y poemas, más con morbo que con afán de llegar a compartir siquiera esas expresiones de pasión. Poco a poco, los nombres familiares me empezaron a envolver, a apretar sobre todo, como si el largo brazo de una boa se dispusiera a triturar mis huesos para engullirme de un bocado. No sé por qué la idealización de ciertas figuras viene siempre acompañada de una absoluta negación de las manifestaciones más comunes del enamoramiento. No he oído de nadie que admire al amante que suplica por un poco de cariño, ni tampoco al que se “humilla” en nombre del amor, ni mucho menos al que padece engaños, ausencias y desplantes a cambio de una sola muestra de reciprocidad amorosa. Incluso a veces la ternura nos llega con indicios de caducidad y un “te quiero” con olores rancios o habiendo perdido su sabor. Quizás por todo esto me sentí estrujada al ver renovados los nombres de la pasión en las palabras de los “héroes” clásicos, al conmoverme con las frases más sencillas pero rebosantes de un verdadero deseo. Ahí estaba Chéjov besando con palabras a su amada, su “pequeño garabato” y Balzac a su “precioso animalillo”; Isadora Duncan enviándole a Gordon Craig su “corazón rebosante sólo con el menos original y más anticuado género de amor”; Paul Celan prometiendo una cercanía tal con la amada que, en el instante de la coincidencia, sería capaz de “inaugurar el tiempo”; Zelda Fitzgerald afirmando que estar sin Scott era “como pedir clemencia a una tormenta o matar la Belleza o hacerse viejo”; Napoleón Bonaparte suplicando a su Josefina que no le enviara ningún beso puesto que le “queman la sangre”; Dylan Thomas expandiendo su amor “para toda la vida de un animal loco y grande como un elefante” y con la certeza de que veía y amaba a Caitlin MacNamara “en cada minúscula cosa de este mundo, dormido o despierto”… Estaban también los juegos de Neruda, su abandono de niño amoroso, siempre amando, y las estupendas preguntas de Auden respecto al amor: ¿Puede hacer muecas extraordinarias?/ ¿Se suele marear en el columpio?/ […] ¿Cree que el patriotismo es suficiente?/ […] Cuando llegue, ¿llegará sin previo aviso/ mientras me esté hurgando la nariz?/ ¿Derribará mi puerta de buena mañana,/ o me pisará el pie en el autobús?/ ¿Vendrá como un cambio de tiempo?/ ¿Será su saludo tosco o cortés?/ ¿Alterará mi vida por completo?...
Los nombres iban y venían entrelazados con las palabras más tiernas, más obvias o sencillas, pero cargados de una vehemencia que sólo reconoce el que ha sido quemado con ese fuego. Admito que la más grande sorpresa fue Borges escribiéndole a Estela: “sé que seremos felices juntos (felices deslizándonos y a veces sin palabras y gloriosamente tontos), y ya siento el dolor corporal de estar separado de ti por ríos, por ciudades, por matas de hierba, por circunstancias, por los días y las noches […] luego comprendo que toda felicidad es ilusoria no estando tú a mi lado”… No era sólo Borges. Era un hombre que concluía su carta reconociéndose también en la sorpresa de la pasión: “Tuyo con el fervor de siempre y con una asombrada valentía, Georgie”.
Pensaba en todas las palabras escritas en medio de esa vehemencia que suele acompañar al enamoramiento. Pensé en cómo para muchos el tiempo desaparece o se dilata, se disloca alterando el orden completo de las cosas. Recordé entonces la idea de que en las sociedades arcaicas la repetición de los rituales atendía a una lógica fuera del tiempo lineal y cronológico. Más bien, el ritual tenía lugar en el tiempo del origen cósmico y por eso procuraba el contacto genuino con los dioses. Quizás entonces lo que nos salva, aunque sea de manera provisional, sean todos esos nombres que le hemos puesto a la pasión y que nos empeñamos en repetir cada día y cada noche, en sueños, en cartas o de frente; quizás el hecho de seguir diciendo “te amo” y aventurarnos a dejar la constancia escrita no sea más que una forma de volver al origen de la pasión y, por qué no, de estar también en contacto con lo divino.

Manguel Alberto (Selecc. y prólog.). Breve tratado de la pasión. México: Lumen, 2008.
Imagen: "La despedida", Remedios Varo.

jueves, 16 de septiembre de 2010

del "corazón del pueblo" a la épica sordera (no. 49)


No creo que todo pasado haya sido mejor. Más bien creo que no podemos dejar de sucumbir ante las seducciones de la memoria que todo lo matiza, adereza, pule y acomoda para que al acudir a los recuerdos nos sintamos como en casa (y digo casa en su más amplia acepción, como espacio confortable, seguro y propio, el que cada quien se construye en torno a sí mismo o a otros). En lo que sí creo es en la urgente necesidad de conocer e intentar comprender el pasado y cuáles han sido los caminos y tropiezos que nos han traído hasta aquí. Debo decir que amo el presente con todos los nombres, máscaras y vacíos que lo conforman, pero eso no me impide echar un vistazo atrás –desde luego sesgado, quizás un poco estrábico y miope- para ver si no habré errado el camino o perdido algo en mi tránsito por él.
Hubo un tiempo en que los pueblos empezaron a fundar sus ciudades en torno a un espacio sagrado. La veneración entonces recaía sobre aquellas deidades que les proveían de alimento. Había ciclos vitales que determinaban los periodos de siembra y cosecha, en que los seres humanos estrechaban su relación con la naturaleza y la perpetuaban con la celebración de ritos cargados del simbolismo propio de cada cosmogonía.
La relación entre el ser humano y la tierra destinada a albergar el núcleo de una sociedad se volvió poderosa y entrañable. No sólo se trataba de marcar un territorio que distinguiera entre lo propio y lo ajeno, sino que además era el sitio al cual uno pertenecía por herencia, por nacimiento, por derecho, por la sola circunstancia de ser hijo de esa tierra. En los pueblos mesoamericanos este sitio se llamó altépetl y representaba, más allá del vínculo territorio-organización social, el “corazón del pueblo”: un espacio destinado a conservar la vida, donde cada latido resguarda y anima lo más significativo, la herencia, los ritos, la religión, el lenguaje, los símbolos, las tradiciones, en síntesis, lo más sagrado de un pueblo, su patria. Dice Enrique Florescano que este “corazón del pueblo” era representado por el glifo de una montaña o cerro cuyo interior se encontraba rebosante de un agua fértil, dadora generosa de vida, guardada en el secreto de la tierra.
A partir de la Conquista las representaciones del “corazón del pueblo”/patria habrían de estar regidas por una estética europea decorada con ciertos elementos americanos. Y aunque por su raíz latina la palabra patria implica la noción de paternidad, la constante en esa multiplicidad de imágenes que han dado rostro y cuerpo a la patria es que siempre ha tenido cualidades femeninas, con todos los gestos favorables y desfavorables que esto implica.
El recorrido que hace Florescano en Imágenes de la patria nos lleva, desde las concepciones más universales de la Diosa Madre, hasta el “águila mocha” que Vicente Fox mutiló para hacer su logo de la presidencia de la república en el 2000. En medio de ambos extremos los rostros de la patria pasan de lo solemne a lo complejo, de la incomprensión a la tergiversación crítica. Tanto la india bizarra semidesnuda, a veces salvaje y otras simplemente exótica, como la virgen María habrían de ocupar sitios privilegiados durante la Colonia y aun durante el México independiente. Hacia el siglo XIX el águila, la corona de olivos y la cinta tricolor ya habían ocupado un espacio mucho más legítimo que el de la mera ornamentación, estilizándose hacia una alegoría de la recién nacida república mexicana. A la par con este intento de darle un rostro definitivo, propio y efectivo al “corazón del pueblo” que se intentaba reanimar y echar a andar solito, surgen también las críticas más lúcidas ante el fracaso de dicho intento: una mujer que representa a la patria pretende equilibrarse sobre la cuerda floja mientras sostiene unas pesas que dicen “empréstitos” y un par de burócratas tensan la cuerda; otra patria vestida de mujer, tambaleante, que camina entre los presidentes conservadores de México, quienes la están apaleando sin clemencia; un águila desplumada, se diría que sarnosa y agonizante, parada sobre un cangrejo…
Sé que parte del poder de los símbolos reside justamente en su carácter numinoso. Si convenimos con Ricoeur en que “en el universo sagrado, la capacidad para hablar se funda en la capacidad del cosmos para significar” y del hombre para identificarse a sí mismo en su relación con el cosmos, veremos que nuestros símbolos patrios a lo largo de los años han mantenido, en mayor o menor medida, evidentemente o no, parte de ese carácter sagrado, genuino y entrañable: algo de ese latido prístino del “corazón del pueblo”.
Decía que amo el presente, aunque se me parezca un miembro engangrenado que amenaza con pudrir al resto. Creo que por eso el desfile de ayer no hizo más que evidenciar que el corazón de este país está dejando de latir y de guardar el significado profundo que lo define como pueblo; ya porque no sabe cuál es, ya porque el devenir más inmediato le exige insertarse en una dinámica de lucha de poderes donde no hay un solo rincón para albergar la conciencia de que somos seres humanos, habitando en sociedad, en un mundo que por naturaleza y hasta hace unos años había sido ampliamente generoso.
Debo confesar que me sorprendieron –en el peor sentido de la palabra- los juegos pirotécnicos, la tecnología, la coincidencia de cantantes y artistas tan diversos, el cinismo de Felipe Calderón, el derroche tan aberrante de recursos, la disneyficación de la historia y los mitos y, en especial, la respuesta de la gente ante tamaña espectacularidad.
Creo que hasta ayer no había tenido un ejemplo tan claro de cómo se hace efectiva la idea de que al pueblo “pan y circo”, aunque nos dejaron, claro está, sólo con un circo que cumplió muy bien la empresa de presentar las nuevas representaciones de la patria: tan huecas y opacas que necesitan líneas fosforescentes que definan sus rasgos, acróbatas que las recreen y locutores de televisa y tv azteca que las expliquen.
Me es inevitable evocar a López Velarde. Sólo que ahora nos gritan con épica sordera que la patria no tiene nada de impecable y que lo diamantino, no es por la dureza inquebrantable del diamante, sino por su brillo más bien frívolo, superficial y pasajero.
Mérida, Yuc.
16 de septiembre 2010.

viernes, 25 de junio de 2010

pequeña contribución al museo de los esfuerzos inútiles (no.47)


niños que intentaron volar,
hombres empeñados en hacer riqueza,
complicados mecanismos que nunca llegaron a funcionar
y numerosas parejas...
Cristina Peri Rossi

existe, en algún sitio, el Museo de los Esfuerzos Inútiles.
abre de martes a domingo, de 9 a 14 hrs y de 17 a 20 hrs.
en él se encuentran algunos de los tantos esfuerzos inútiles registrados a lo largo de la historia de la humanidad

algunos son Esfuerzos Inútiles bellos; otros, sombríos

por ejemplo, el de un hombre que durante diez años intentó hacer hablar a su perro. y otro, que puso más de veinte en conquistar a una mujer. le llevaba flores, plantas, catálogos de mariposas, le ofrecía viajes, compuso poemas, inventó canciones, construyó una casa, perdonó todos sus errores, toleró a sus amantes y luego se suicidó

no logro ubicar muy bien la época de estos esfuerzos inútiles, más bien, me parece que están definidos por su atemporalidad, aunque también se encuentran un poco ya lejanos a estos tiempos: hasta ahora no he tenido noticia de alguna persona que haya intentado hacer hablar a su perro. lo que sí he comprobado es que con mirar devotamente en los ojos de un gato, uno puede acceder a la revelación de ciertos universos donde no son necesarias las palabras ni los lenguajes finitos de los hombres.
del lado de las relaciones amorosas, conocí a un tipo que sólo estaba dispuesto a dedicar una semana a la conquista de la mujer amada y, desde luego, entre las resoluciones a tomar en caso de que la respuesta de ella fuera negativa, no se encontraba ni por accidente la idea del suicidio. de hecho, terminado ese lapso cambiaría de objeto de deseo según una lista diseñada con anterioridad y dispuesta en un riguroso orden alfabético. sus esfuerzos inútiles engrosaron el catálogo hasta que llegó a la letra "P".

es muy curioso que los esfuerzos inútiles se repitan [...] un hombre intentó volar siete veces, provisto de diferentes aparatos; algunas prostitutas quisieron encontrar otro empleo; una mujer quería pintar un cuadro; alguien procuraba perder el miedo; casi todos intentaban ser inmortales o vivían como si lo fueran

dentro de los esfuerzos inútiles repetitivos deberé confesar uno muy personal: el de que mis alumnos sean seducidos también por la magia que habita en las palabras y en los nombres, en las cosas palpitantes de vida que susurran constantemente los secretos del mundo, en el deslumbramiento que surge cuando una mirada curiosa toca y enciende lo infinitamente pequeño y cotidiano, en fin, en esas cosas de la vida donde no hay ni el menor espacio para el aburrimiento, la desidia, la indiferencia o la estupidez. a veces he pensado cambiar de trabajo, tal vez podría librar del museo a alguna prostituta.
los esfuerzos inútiles son infinitamente diversos:

intentar reconstruir su árbol genealógico, escarbar la mina en busca de oro, escribir un libro [...]
hay hombres que han hecho largos viajes persiguiendo lugares que no existían, recuerdos irrecuperables, mujeres que habían muerto y amigos desaparecidos. hay niños que emprendieron tareas imposibles, pero llenas de fervor. como aquéllos que cavaban un pozo que era continuamente cubierto por el agua

me llaman mucho la atención los esfuerzos inútiles de los viajeros, quizás porque de la misma manera comparto una cierta obsesión por los viajes: por mirar el borde del continente desde la ventana de un avión y corroborar las imprecisiones, la vida muerta de los mapas; por comprobar, cada vez, que los altibajos de la naturaleza humana son los mismos en cualquier sitio y que sólo se visten de acentos, paisajes, colores de piel e idiomas distintos. el lenguaje de una sonrisa, una mirada o una lágrima no necesita traducciones.
regresando al catálogo de los viajeros, me inquieta que pudiera ser la prefiguración de un destino personal:
al cabo de un tiempo de vagar por diferentes mares, atravesar bosques umbríos, conocer ciudades y mercados, cruzar puentes, dormir en los trenes o en los bancos del andén, olvidan cuál era el sentido del viaje y, sin embargo, continúan viajando. desaparecen un día sin dejar huella ni memoria, perdidos en una inundación, atrapados en un subterráneo o dormidos para siempre en un portal. nadie los reclama

otra de las fuentes importantes de recopilación de esfuerzos inútiles son los periódicos. cito sólo dos:
la historia de la trapecista con vértigo, que no podía mirar hacia abajo.
o la del enano que quería crecer y viajaba por todas partes buscando un médico que lo curara

me estremece pensar en la cantidad y la naturaleza de los esfuerzos inútiles que podríamos tomar de los diarios hoy día: el caso de la mujer que quiso denunciar a su marido por maltrato y amenazas de muerte y cuya denuncia fue rechazada por la policía ya que "no la había matado" todavía. el del niño que quería ser niña. el de los que esperan una sola noticia de esa persona amada que desapareció de repente. el de todos los que en el mundo exigen justicia. el de los que cruzan fronteras con una firme esperanza. el de los que firman tratados de paz. el de los que asesinan por el bien de los otros. el de los que denuncian. el de las mujeres que han querido lucir hermosas. el de los que hablan en nombre de los pueblos. el de los que intentan, día con día, salvar el planeta. y el de todos aquellos que se esfuerzan inútilmente por cambiar algo, por ser distintos, por ser felices, por vivir...

quede este breve texto como una pequeña aportación al museo.


citas tomadas de: "El museo de los esfuerzos inútiles" de Cristina Peri Rossi
imagen: "el mito de sísifo" de Tiziano

domingo, 9 de mayo de 2010

la memoria y el espejo (no. 46)*


Escribir es escarbar en el lenguaje.
Sabiendo que también allí han quedado cicatrices.

Sandra Lorenzano


Una buena amiga me contaba una vez que, cuando era niña, solía pasar largo rato frente al espejo, escudriñando su rostro, casi sin parpadear. Después de algún tiempo, súbitamente le venía una especie de revelación en que todas sus facciones dejaban de pertenecerle, en que esa mirada tan familiar le regresaba completamente ajena, convertida en otra. En un momento aparecía ahí frente a ella, una niña desconocida que la miraba con firmeza y determinación. El terror a su reflejo le hacía alejarse corriendo y evitar los espejos por varios días. Hasta hoy yo no he intentado el experimento, sin embargo, me resulta inevitable la confrontación con mi propia imagen (a veces distorsionada, ajena, desconocida) a partir de la mirada de los otros y, sobre todo, a partir de sus palabras. Afortunadamente, no siempre es el terror lo que me ha hecho desviar la mirada.
Al encontrarme con las palabras que conforman Los reflejos de Agustín Abreu Cornelio me vino a la mente un espejo esférico donde las imágenes eran proyectadas hacia todas partes, no hay un frente y un atrás, sino un afuera y un adentro de una misma memoria, evocada también como espacio de supervivencia. Desde el epígrafe de John Ashbery, Abreu coloca la gran pregunta que habrá de fungir como circunferencia: una vez que la imagen reflejada y el alma han llegado a un momento de quietud al mirarse al espejo, ¿qué tan lejos podrían nadar y sumergirse en unos ojos/en una mirada y ser capaces de regresar a salvo, intactos, de vuelta al nido? De entrada sabemos que no es posible regresar a salvo, porque también sabemos que las miradas verdaderas y poderosas necesariamente habrán de transformarnos. Así, es que Los reflejos se articula como un sumergirse en las profundidades de las miradas que dialogan o se desconocen, de las imágenes que regresan a sí mismas transformadas en deseos, recuerdos o destrucciones.
El juego especular, sin embargo, no se queda solamente en el planteamiento de Ashbery, sino que además se va construyendo en cada serie de poemas a partir de elementos teatrales que también implican un mirarse en el otro que es el público/lector. En “La reproducción del mangle” (título del primer apartado) encontramos la disposición del escenario, un espacio húmedo, retorcido por naturaleza, un tanto sombrío, desde el cual el enunciante lírico-personaje envuelto en una embriaguez condescendiente, habrá de confrontar su propia imagen con la multiplicidad de reflejos dialogados con los diversos personajes que habrán de entrar a escena. Porque no hay tierra firme donde echar raíces los personajes irán apareciendo, tal cual, como espectros, con nombres familiares implícitos en el devenir del drama. La tercera llamada será pues el toque de campanas que T. S. Eliot había dado ya en el primer canto de La tierra baldía y que también habrá de repicar en momentos clave de Los reflejos: “una campana advierte la densidad de los recuerdos” (17). Poco después vendrá la primera imagen de ese enunciante con la memoria a cuestas: “no es suficiente el zumbido del agua muerta ni el asfalto;/ para nombrar este instante/ espero que se diluya la memoria/ que me observa desde el agua” (17).
En “Reinvención del otro”, la figura del enunciante-personaje se instaura en esa estabilidad tramposa de lo cotidiano, en una especie de calma insoportable previa al caos: “saben que hoy es el día para agitar la sed de las galletas/ porque mañana la luna será de perros o alacranes/ y habrá que andar aguijoneando debajo de las puertas una leche inexistente/ y a nadie le es grato lamer bajo las sombras”. Los personajes que habrán de atravesar este espacio, serán hombre y mujer: mujer desteñida todavía del nombre que es destino, será la imagen que reposa en un sueño etílico, será también, dice el poeta, “la cruel dulzura del sudor seco en su entrepierna,/ y también la soledad del trayecto de la vida/ a la mujer que deshiela en mi costado” (22); será sobre todo el principio de la ausencia: “Ella iba descalza y jugando a no sentir mis besos;/ aseguró llamarse Despedida/ y se escondió bajo el silencio de otra puerta./ Todo quedó listo en el desamparo,/ menos el eco de mi lengua/ donde el adiós gimió su nombre.” (23). El hombre, por su parte, habrá de ser triste y rabioso testigo de esa mujer inasible que se multiplica, andará con una luz húmeda en los zapatos, observando el encuentro amoroso lo mismo que la despedida, llevará “el recuerdo entre los ojos/ como una arruga” y concluirá su breve monólogo evocando una “Efeméride” para aniquilar al tiempo: “Pertrechando en la escena del azoramiento/ con la bala perfecta en mis entrañas/ apunto al segundero con todo mi ojo zurdo./ Alrededor del disparo:/ sudor, náusea, piel benigna de la locura/ en los bordes filosos…/ donde aún se puede recordar el fuego” (26).
Posteriormente a este encuentro-desencuentro entre el hombre y la mujer, viene el “Dramatis personae”, precedido también por unos versos de La tierra baldía, pero en esta ocasión del segundo canto “Una partida de ajedrez”: “o o o o ese aire shakepeareano”. En este reparto, lo que importa es la presencia de los personajes y el diálogo-reflejo que vayan estableciendo los unos con los otros: “Tu nombre importa poco,/ pero conjura fantasmas/ en el lado ciego/ de mi memoria”, una memoria que sabe que el amor nunca es el que vence y que por eso se refleja en la imagen de una Ofelia ahogada en sí misma enamorada, (muerte por agua prefigurada también en el IV canto de Eliot); el de un Hamlet-poeta que hace mutis ante la muerte de la amada: “al cobijo de una lágrima/ la amargura nos sonríe” (32). El espíritu de la tragedia shakespereana se complementa con la intervención de una Lady Macbeth que se afirma a sí misma en la traición: “La más fructífera embriaguez proviene de un pulso femenino; ninguno mejor que el mío –me avergonzaría llevar tan blanco el corazón”… (33); lo mismo que con la confrontación de las tres brujas que advierten a Macbeth su destino y la imposición final de un Fortimbrás que asume su poder: “Tomo tu herencia con todos sus reflejos;/ toda su dulzura crece bajo mi lengua./ Ahora que me es dado reinar entre fantasmas,/ yo también forjaré víctimas ilustres” (36).
El clímax de la obra llega con “La dama de las situaciones”, igualmente extraída de “The burial of the Dead” de Eliot. En su papel de pitonisa, la dama de las situaciones y las piedras, Madame Sosostris, inaugura la serie de poemas encendiendo las piedras que habrán de forjar los trazos de esta escena medular: “la raíz,/ la costra/ y una víspera de flor”. Ahora el espacio es un día de abril raído –no siempre el mejor horóscopo para los amantes-, con una tierra donde no germinan jacintos, y con la savia –que en “La reproducción del mangle” buscaba su lugar preciso- dando color al enunciante-personaje. La escena transcurre en silencio, aunque éste sea “el peor lugar para callar”, continúa con una “Pantomima” de los árboles hasta llegar a la necesaria “Invención de la memoria”, donde justamente se reconstruye un episodio amoroso con ecos de melodrama o de alguna de esas piedras dispuestas por Madame. Finalmente entra a escena la dama de las situaciones, la que “sabe el nombre prolijo de la ausencia” y “el olor que despiden los recuerdos al cerrarse”; la que llega contundente a afirmar que “Es la perplejidad de la transparencia/ el testimonio de que la belleza ha pasado/ por mis ojos como tres años/ de espejos/ entre la luz”. Y aquí, frente a la imagen de un ser atravesado por la bello, volvemos a la gran pregunta de Ashbery para confirmar que es imposible permanecer intactos frente a una mirada: “y me hacen ver que ya soy otro mientras te espero” (53). Confirmación que al mismo tiempo se vincula con el acto de escribir, con ese escarbar en el lenguaje en busca, quizás, de las cicatrices y con la reconstrucción de la memoria como espacio de supervivencia.
La conformación de este espacio se concretará en “Tras la pureza” a partir de la incursión del personaje de la Hilandera, especie de guía escritural tejedora del destino a quien el enunciante se consagra para contar su historia llena del “vértigo y la saña de los ángeles”. También aquí se ha llegado a una revelación que resulta de este recorrido agitado a través de todos los reflejos que surgen desde y se refractan en este libro esférico. Encaminándose hacia el final el protagonista afirma: “Voy por los pasos que me vuelven a tu entraña/ y te hallo en la humedad del polvo. Nada se escucha,/ salvo el correr del hilo entre mis manos/ y este murmullo de aves liberadas en mí”.
La imagen que de tanto mirarla se hace ajena, que se distorsiona y también muere al final, es la del amor, pero no la del poeta. Por eso, aunque contagiado de nostalgia y herido en lo más hondo, el que ha pasado a través estos personajes-espejos y palabras no se echará a correr para alejarse de su reflejo, sino que volverá completamente destrozado al nido, para cerrar un círculo que empieza de nuevo en la reconstrucción de la memoria y en la confrontación con su propia imagen.


Mérida, marzo de 2010.

*Texto leído en la presentación de "Los reflejos" de Agustín Abreu. 19 de marzo, 2010. Biblioteca Cepeda Peraza, Mérida, Yucatán y en el Encuentro Interestatal de Escritores. 5 de mayo, 2010. Biblioteca Fray Francisco de Burgoa, Centro Cultural Santo Domingo. Oaxaca, Oaxaca.

domingo, 18 de abril de 2010

"devastados" (no. 45)


Para Agus y Raúl
Si Sarah Kane hubiera asistido a este montaje de algunas escenas de su Blasted (Devastados), seguramente le hubiera parecido tan seductora la idea del suicidio como cuando finalmente logró acabar con su vida. Creo que el ventanal de la galería que mira hacia la calle 62 como espacio de representación, no hubiera sido el de su elección.
En ese momento clave de la obra, justo cuando los ojos de Ian estaban siendo succionados por la boca del soldado, mientras su cuerpo ultrajado se retorcía entre toda la sordidez de la podredumbre humana, el estruendo colorido y musical de la guagua de turistas iluminó espontáneamente la escena. Los saludos espontáneos de los turistas y las lucecitas de neón del otro lado de la ventana, terminaron por imprimirle un toque muy peculiar al clímax de la obra. Un coro de risas indiscretas surgió entonces entre el público, pero como siempre, la obra continuó…
***
El Ensayo de una ciudad sin nombre se había retrasado treinta minutos. El hotel Trinidad me pareció, al entrar al lobby, poco menos que mágico, seductor. Intentaba ignorar el calor concentrándome en la sobrepoblación de plantas que se extendía por los ventanales, pero el bochorno se fue acentuando a medida que me internaba en aquel lugar.
Entre sombras logré distinguir siluetas familiares de algunos estudiantes de la facultad de antropología que me dieron una bienvenida que no pude corresponder apropiadamente, puesto que para entonces ya había sido abducida por el exceso de imágenes que se fueron amalgamando para dar parte a la no-vida.
A unos pasos de la recepción, se asomó el jardín infinito con el que habría de toparme a cada paso; el camino continuó hacia la derecha, luego hacia la izquierda y luego, hacia la derecha otra vez. Una puerta colocada diagonalmente respecto al camino se erigió como entrada a la Galería de Arte “Manolo Rivero”.
En las paredes de mi primer breve recorrido logré distinguir una multiplicidad de objetos que podrían corresponder a todas las categorías o bien a ninguna: una vitrina rota, una sirena labrada en madera (como esas que habitan en los ríos de la huasteca y en los sones), instrumentos –asumo que eran musicales-, vasijas, piedras. Objetos todos coloridos, pero discretos y tímidos debajo de una espesa capa de polvo.
Una dama clara me pidió mi boleto a la entrada de la galería, sonreí ante su amable gesto y continué recorriendo el hotel. Era cuestión de decidir: izquierda o derecha; no, por aquí o por allá. Puertas, pasillos, jardín, letreros que indicaban la vigilancia por circuito cerrado las 24 hrs. En todo el hotel, flechas para llegar a la alberca e instrucciones en caso de incendio pintados a mano en un tono rojo muy amenazante, partes de maniquíes blancos colgando de las paredes, lo mismo que cuadros, espejos, platos, trozos de madera con números incrustados, lavadoras, roperos, estructuras indefinibles detrás de las puertas, a lo largo de los pasillos, todo aquello ostentando una vejez muy digna.
Tuve que cerrar los ojos un momento. Entonces me pareció que mi objetivo a partir de ahí tenía que ser encontrar la alberca, no sé por qué siempre he relacionado el agua con una suerte de refugio y última vía de salvación. Pensé también que quizás con un punto específico al que llegar lograría descubrir algún patrón de ordenamiento en las habitaciones y, en general, en todo el hotel. Seguí algunas flechas, doblé varias veces. El jardín parecía seguirme con una mirada inquisitiva, a veces su espesura llegaba a ocultar a la noche misma. Tropecé, al fin, con un estanque pequeño en cuyo centro verdoso flotaba el espíritu de una fuente, alrededor de ésta, cabecitas infantiles de piedra sonreían mordaces mientras la espesa putrefacción del agua amenazaba con saltar hacia mí. No hubo una sola idea lógica que me convenciera de que aquello no era la alberca, entonces me empeñé en encontrar el camino que llevara hacia el estanque.
Todos los colores empolvados empezaron a agolparse en mi mente, mi cabeza estornudó en varias ocasiones esa irrealidad que brotaba desde cada grieta. Mis manos se contrajeron rehusándose a tocar cualquier cosa, incluso a mí misma.
Un ventanal protegido con hierros oxidados acogía el comedor para exteriores que precedía a la alberca. Polvo bajo el polvo y debajo de éste, los estragos del tiempo y justo debajo de éste último, cosas que nadie levanta, que a nadie le importan porque nadie importa ya. Entre penumbras, enredaderas, hojas y más hojas que cubren troncos y más troncos, la alberca refleja la cara muerta de la noche, esa ausencia de vida o esa especie de vida paralizada que había olido desde la entrada. Preferí entonces el estanque. Desanduve los pasos, advirtiendo cómo el piso rojo dibujaba mis huellas. Sentí un poco de asco al contemplarme inserta en ese escenario.
***
Sentada luego, mirando la obra, pensé que no había peor sitio en el mundo para estar Devastados. Había algo en nosotros y en ese lugar que no concordaba con el sitio en el que Kate siente morir a un niño entre sus brazos, en el que el soldado ultraja todo lo que parezca ultrajable, en el que Ian vomita su frustración de no poder matarse y, por supuesto, en el que la misma Sarah Kane escribió e interpretó el siguiente acto de su vida a la hora 4:48.
El tiempo y la vida parecían haberse paralizado por completo en ese sitio. El todo, el caos, el caos que es todo. Miré, una vez más, la ridiculización de la violencia, de la humillación del hombre por el hombre. Ahí, estábamos, nosotros los humanos en esa sala de arte, pisoteados por nuestras propias suelas, ultrajándonos a nosotros mismos, cada quien en respetuoso y muy tonto silencio.
El calor no había cedido, el espectáculo sí. Kane eligió la muerte antes que la omisión de la vitalidad en las cosas de todos los días. Yo, opté por salir a mirar la noche, no sin la esperanza –debo admitirlo- de ser arrollada en cualquier momento por la guagua de turistas.

1 julio 2005

martes, 16 de marzo de 2010

"para nombrarte mi hogar y mi bandera" (no. 44)


la nostalgia tiene la forma del horizonte que se aleja…
los ojos y los sueños se escapan hacia el mar
Sandra Lorenzano


No quiero decir que Saudades de Sandra Lorenzano es, como ya se ha dicho, una novela donde convergen diversas voces, relatos, trozos de memoria, palabras-de-otros y fantasmas sin fin.

Más bien quisiera guardarme en la memoria, como un deseo que se renueva, los caminos que ahí he encontrado para volver a la imagen de cualquier posible exilio y aun ahí nombrar[te] mi hogar y mi bandera

***
¿quién sabe al pronunciar esa palabra “adiós”,
cuánta separación nos queda por delante?
nadie lo sabe ni nadie lo imagina en el momento justo de la despedida
por eso nos hemos convertido en exiliados que viven a la deriva, en una especie de vaivén sin fin, asidos al recuerdo y a la imagen.
a veces hay orillas con nombres familiares, músicas que suenan a abrazo tibio y firme, secretos revelados de pronto en un nombre y una mirada.
a veces también está todo eso que somos y llevamos impregnado en la sangre y en la piel, aunque la distancia imprevista nos duplique su peso y nuestro cansancio...
voy en busca de los nidos quemados;
imagino que aún estarán tibias las cenizas
***
está también el camino forjado por la lucha con/tra las palabras: duelo cotidiano renovado en cada jornada, cual prometeica condena gozosa y triste:
se me atragantan las palabras.
se me atraganta el silencio.
sólo me salva, Amor, perderme completa en ti.

está el decir de lo indecible, el contar-para-no-morir de Scherezada, la obstinación en el relato que sin ningún derecho hacemos nuestro, hasta vivirlo, hasta sangrarlo, porque hemos aprendido que
escribir es escarbar en el lenguaje. sabiendo que también allí han quedado cicatrices

está la lista de nombres y de muertos, el tren que parte, los brazos que se extienden, todo el vértigo en una mirada, el silencio del agua, la terquedad de querer decirlo aunque la inutilidad de las palabras termine por dejarnos en silencio:

no necesitamos palabras para inventar complicidades, para fundar
gestos y murmullos en los amaneceres anaranjados. No necesitamos
palabras para volvernos náufragos enloquecidos que buscan su madero
al borde de un único ombligo […]
no necesitamos palabras para trenzar nuestro aliento en la orilla
misma del día, lejos de los muelles conocidos. no necesitamos
palabras para celebrar rituales que tengan el sonido exacto del nombre amado.

***
está finalmente el camino que describe la nostalgia intraducible: la saudade sabor a oporto rojísimo, con olor a-mar sin fin y a amor sin rostro, con manos milenarias/caricias de piedra,
la saudade como un verbo que sólo se conjuga en la mirada y en un tiempo pasado ya marchito.


cursivas: Lorenzano, Sandra. Saudades. México: FCE, 2007.
imagen: "arrebato". Lorenza Tolentino. www.pintoresmexicanos.com
imagen:

jueves, 4 de febrero de 2010

con "estupor y temblores" no. 43

unos días más tarde, regresé a europa.
el 14 de enero de 1991, empecé a escribir un manuscrito
titulado higiene del asesino.
el 15 de enero expiró el ultimátum americano contra irak.
el 17 de enero estalló la guerra.
el 18 de enero, al otro lado del planeta,
Fubuki Mori cumplió treinta años.
el tiempo, conforme su vieja costumbre, pasó.
en 1992 se publicó mi primera novela.
en 1993, recibí una carta procedente de tokio.
el texto decía lo siguiente:
amélie-san,
felicidades.
Mori Fubuki.
aquella nota contenía elementos suficientes para hacerme feliz.
pero incluía un detalle que me encantó en grado máximo:
estaba escrita en japonés.
Estupor y temblores
Amélie Nothomb
hay algo en el lenguaje que no puede ser menos que fascinante.
hay algo en las relaciones de poder que ejercen una zozobra encantadora de la que no se puede escapar: es el vicio no tan secreto al que uno sabe no habrá de renunciar nunca.
finalmente, todos jugamos los mismos juegos toda la vida.
quizás por eso me resulta tan poderoso el discurso de Amélie Nothomb, ahora en


Estupor y temblores


parte de ese poder y esa fascinación residen en una identificación insana con el personaje [autobiográfico] de la misma amélie que obedece y juzga, que cumple y observa, que asiente y calla con un silencio filosísimo que nadie habrá de advertir en ese momento.


la otra culpa del encantamiento la tiene esa violencia discursiva que resulta por momentos hipnótica, pero también brutal y siempre con ánimos de confrontación, esa misma que encontramos en su primera novela Higiene del asesino, lo mismo que en Las catilinarias... [as far as I can tell]


pues nada: en esta novela es ella la "sometida", la "subordinada", la que entra en la dinámica del juego del poder en una gran empresa japonesa para observar, para sobrevivir, para exponer los sinsentidos de un sistema apabullante, absorbente e inhumando, donde sólo la risa/ironía/burla genuina permitirían en todo caso la supervivencia y la posibilidad de decir y hacer, de imaginar y desfenestrarse cuantas veces sea necesario para volver a mirar, después del espasmo, el rostro de la "vida" que se configura en esos círculos inaccesibles y estériles.


si bien, al principio, la fascinación por la belleza nipona de su superiora Fubuki Mori representa un estadio de contemplación donde reposar la mirada y regocijar los sentidos, pronto esa Fubuki [que significa, tan acertadamente, "tormenta de nive"] se convertirá en la mirada vigilante al acecho de cada acción, error o despiste, imponiendo el equilibrio perfecto entre la belleza y el desastre.


para amélie, como para todos, se trata de sobrevivir, sin importar las humillaciones, los sinsentidos, la discriminación, los discursos vacíos, las tareas, los empeños, las injusticias... quién habla de esas cosas cuando se ocupa un puesto privilegiado, quién se ocupa de esos detalles cuando la piel no da prestigio ni la lengua es fiel amiga para decir posibles verdades.


la opción inmediata es pues, el silencio, la vista gorda, la paciencia que se ensancha hacia todos los límites imaginables; es la sonrisa cómplice con una misma y el consuelo de poder arrojarse por cualquier ventana cuando todo se ha vuelto insostenible.


por todo eso, una resuelve presentarse ante "el superior" fingiendo la ignoracia y la estupideaz más atroces, así como pretender olvidar la lengua que desde la infancia se ha llevado en todo momento, e interpretar genuinamente el estupor y los temblores que deben manifestarse ante los señores/dioses del sol... aunque después, una vez que se ha salido de aquel laberinto, también se puede escribir cualquier cosa, escribir y reír, devorar y brindar por ese pequeño placer brindado a los patéticos representantes de la condición humana que con tanta devoción insisten en someternos a sus horarios de oficina.




epígrafe: Nothomb, Amélie. Estupor y temblores. España: Anagrama, 2000.
imagen: "tormenta de nieve", william turner

jueves, 21 de enero de 2010

problemas de espacio (no. 42)

*
intro [a la manera de Nid]
creo sólo en algunas voces y en muchos relatos
creo en las paredes claras (siempre mis cómplices), en las cortinas oscuras y en la luna que se desgaja en los cristales de mi ventana
creo en las calles que han perdido sus nombres, en la salitre y el polvo de los días, en los hoyos de la capa de ozono y en el sudor del asfalto
creo en los gatos en las cocheras, en los espejos, en el anonimato del perro y en la bondad del reloj que de pronto se detiene
creo en el caos del universo y la sintaxis metafísica, en el espíritu de los objetos sin dueño, en el poder de la lluvia para ahuyentar fantasmas y en todas mis pesadillas
creo en el mundo mineral y sus misterios, en los nombres falsos, seudónimos, heteronimos y homónimos por igual
creo en las ciudades grandes de casas pequeñas, en las alcantarillas, en las lámparas de papel de china, en los botones policromos de los departamentos de juguetería y en los limpiadores de piso con aroma a frutas
creo en la música del silencio, en los pueblos de mi infancia, en la espesura de mi sangre y sus bajos niveles de hemoglobina
[yo también] creo en los besos, en los calendarios, en el incienso, el copal y en todos los insecticidas
creo en el pájaro que da cuerda al mundo, en las ausencias, en todos los objetos perdidos, en los teatros vacíos y en las sombras que se filtran por debajo de las puertas
creo, en fin, en el espacio que cada uno [re]crea con el solo roce de su cuerpo y modifica el curso de las cosas en el universo...

*
lo que comanda el relato no es la voz: es el oído, dice el Marco Polo de Italo Calvino
el problema con el espacio es que, al igual que los relatos, depende en gran medida de quien lo perciba
o al menos así se lo explica Marco Polo a aquel emperador melancólico que ha comprendido que su ilimitado poder poco cuenta en un mundo que marcha hacia la ruina: el Gran Kublai Kan, a quien el viajero también invita a la recreación de

las ciudades invisibles
[de Italo Calvino]

ciudades invisibles/ciudades imposibles: no pueden ser ni ser vistas, pero sí evocadas y aprehendidas por la humana imperfección a partir de uno de los pocos recursos vigentes para sobrevivir a los espacios que nos constriñen y llegar a transformarlos: el de las palabras que nombran, renombran e inventan un nuevo modo de mirarnos

A veces me parece que tu voz me llega de lejos,
mientras soy prisionero de un presente vistoso e invivible
en que todas las formas de convivencia humana han
llegado a un extremo de su ciclo y no es posible imaginar
qué nuevas formas adoptarán. Y escucho por tu voz las razones
invisibles de que vivían las ciudades y por las cuales,
quizá, después de muertas, revivirán.
*
todas las ciudades invisibles tienen nombre de mujer:
Eudossia, Cecilia, Raissa, Adelma, Otilia, Smeraldina, Melania, Leandra
quizás por eso también llevan implícito un misterio y el eco entrañable de los aspectos que suelen dar forma a la vitalidad humana,
quizás por eso las ciudades invisibles no son ciudades o espacios en sí, sino que llevan consigo el sello de la memoria, del deseo, del nombre, de la muerte, del cielo y de lo secreto
son geografías cuya disposición no puede ser nunca lineal, porque se erigen como versión concreta de lo imposible, contradictorio, espiral y reflejo que es el fractal de vida que de nosotros parte y a nosotros regresa

El catalogo de las formas es interminable:
hasta que cada forma no haya encontrado su ciudad,
nuevas ciudades seguirán naciendo.
*
las ciudades invisibles, al igual que los espacios en los que creemos, se contienen a sí mismas, son microscópicas, son reflejo de sí, se explanden en círculos concéntricos, son felices y tristes al mismo tiempo,
son ciudades laberinto, ciudades misterio, ciudades enterradas, ciudades de las que es imposible escapar,
ciudades que no existen más que cuando alguien cree en ellas,
son ciudades de agua, piedra, cristal,
ciudades aéreas apenas sostenidas por un par de zancos,
son trazo terrestre de los caminos del cielo,
son ciudades telaraña suspendidas en el aire
y, a veces, sólo despiertan para volver a nacer cada mañana
son el espacio que llegamos a hacer propio y habitar por encontrar en él un signo que nos evoca

*
El infierno de los vivos no es algo que será;
hay uno, es aquel que existe ya aquí,
el infierno que habitamos todos los días,
que formamos estando juntos.
Dos maneras hay de no sufrirlo.
La primera es fácil para muchos:
aceptar el infierno y volverse parte de él
hasta el punto de no verlo más.
La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos:
buscar y saber reconocer quién y qué,
en medio del infierno, no es infierno,
y hacerlo durar, y darle espacio.
*
...creo también en este infierno, en la segunda manera de no sufrirlo, en todos los que he podido reconocer en medio de él y en las ciudades invisibles construidas para hacerlos durar y darles un espacio


cursivas: Italo Calvino. Las ciudades invisibles. [versión digital pdf]
imagen: "ad parnassum", paul klee