aquí se narra
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Siempre había odiado la teoría literaria. Me exasperaba la rigidez, la pretensión objetivista y cientificista, las hipótesis absurdas, el mecanismo frío de los métodos y, en resumidas cuentas, esa vocación por diseccionar y desmembrar algo tan hermoso y fascinante como la literatura. Alguna vez lo dijo mi querida E., es como estar con la persona amada y dedicarse a verificar que efectivamente tiene dos ojos, una nariz, una boca, veinte dedos y que los sistemas respiratorio, circulatorio y endocrino le funcionan a la perfección.
Ahora doy clases de Introducción a la teoría literaria, Teoría literaria, Corrientes contemporáneas de la teoría literaria y Análisis de texto dramático IV. No es mi culpa. Cada vez que formulo con palabras mi voluntad de separarme en definitiva de un camino, el mundo se (des)ordena para llevarme de vuelta a esa misma ruta y con exceso de equipaje. He aprendido a aceptar que la vida es más vieja y sabia que yo.
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Hace algunos meses me pidieron mi opinión sobre el nombrar Nican Mopohua un proyecto editorial. Me mostré renuente y puse mil peros: es difícil de recordar, suena raro, se prestaría a innumerables confusiones; el significado es lindo pero no sé, no me convence. ¿Por qué Nican Mopohua para todo caso?
No fue sino hasta ayer que logré aprehender con cierta amplitud el sentido de esas palabras. Nican Mopohua: “aquí se narra, se ordena”. Desde luego es un sentido muy personal el que le he dado y que todavía intento fijar en una imagen completa.
Ahora veo que lo importante en el nombre Nican Mopohua no era su carácter histórico, en tanto que texto legitimador del guadalupanismo en México. Lo relevante era el sentido del narrar, del poner en orden las bases para la fundación de una fe, que como todas, debe traducirse al lenguaje de la palabra y el símbolo para recibir el hálito de vida y perdurabilidad inherente a lo que aspira operar en el ámbito de lo sagrado.
En este caso, la narración y el orden fundador sirvieron para erigir uno de los mitos más poderosos: el de la Virgen de Guadalupe, la Virgen Morena, madre de todos los mexicanos, la que vela por la patria y a la que uno se encomienda hasta para la más mínima actividad cotidiana.
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Llevo seis años trabajando en la poesía de Aurora Reyes. He pasado de la fascinación al desencanto, del hastío al enamoramiento, de la indiferencia a la reconciliación. He puesto en juego mil lecturas posibles e imposibles. Me he sumergido en todas sus palabras y vuelto a salir sin una sola idea en claro. He regresado una y otra vez, con nuevos ojos, con viejos bríos renovados. Los poemas de Espiral en retorno brotan en mi memoria en los momentos más inverosímiles: haciendo alguna operación en el banco
-señorita, su número de cuenta
-no interrogues al cardo, no te asomes al río, no llames al secreto
cuando despierto súbitamente después de un mal sueño, me pregunto
-¿quién desató la voz de la ventana?
en el salón de clases, antes de pasar lista, se borran los nombres de los alumnos y se llenan con los de la Coatlicue presentes en Madre nuestra la Tierra:
1. Inmensurable Madre -¡Presente!
2. Sembradora -¡Presente!
3. Pasión desesperada -¡No vino, está enferma!
4. Hacedora implacable… ¡Hacedora implacable! -¡Presente, presente!
5. Gigante paridora –Está en el baño
6. Diosa legítima…
En un principio, estos nombres y los versos que en torno a ellos describían una gran espiral, no me decían nada.
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La primera noticia que tuve de Esther Seligson fue gracias a una traducción que ella había hecho de Edmond Jabés y que un buen día tuve ocasión de leer en la licenciatura. Sin embargo, en ese momento conservé únicamente las palabras y el nombre de Jabés. A ella, sin querer, la guardé en un sitio muy particular de la memoria, como una especie de semilla que habría de empezar a brotar muchos años después:
un día llegué a casa de mamá. La casa estaba vacía pero en exceso iluminada por unos rayos muy transparentes. Era una claridad extraña, pero no me detuve mucho en ella. Repasé los estantes de la biblioteca en automático, buscando no sé qué y sin tantos ánimos de encontrarlo. Tomé un libro al azar. Leí en la contraportada: “la escritura quiere ser aquí un recorrido personal y único para cada lector, una forma de Conocimiento a la medida de su sed de absoluto, su nostalgia de plenitud, su capacidad de ensoñación”. Abrí el libro y lo primero que miré fue la foto de la solapa: una mujer de aire milenario sonreía a medias, reclinada sobre el marco de un ventanal blanco; un haz poderoso de luz caía sobre su rostro y sobre unas florecillas situadas por debajo del ventanal. A pesar de que la foto estaba en blanco y negro, se podía notar que aquél era un día espléndido y soleado. Luego, abrí el libro en cualquier página:
La respuesta no tiene memoria.
Sólo la pregunta recuerda.
No podía ser de otra manera. Era Jabés. El libro: Toda la luz de Esther Seligson.
Después de eso, los encuentros “fortuitos” con su escritura y su nombre de estrella han llegado con mucha puntualidad y precisión para reiterar(me) la sabiduría y la perfección de la vida.
aquí se ordena
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Lo que en un principio pretendía ser una tesis de licenciatura, pronto se convirtió en una tesis de maestría que estoy a punto de concluir. Los espacios que he tenido que visitar a raíz de esa obsesión con la poesía de Aurora Reyes han sido diversos, tortuosos y en los últimos meses fascinantes. Luego de probar con varias llaves y fórmulas, descubro que esos nombres y versos en espiral, atienden plenamente a los significados y la simbología con que se ha representado la figura de la Coatlicue como Diosa Madre. Esto ha implicado tener un encuentro igual de contradictorio y múltiple que la deidad: asumir un lado protector, cómodo, en el que uno experimenta el alivio de saberse respaldado por un poder benevolente, pero también el reto de incorporar el lado destructor y terrible de lo que nos devora sin remedio.
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El camino de la teoría literaria, después de todo, ha sido generoso conmigo. Me ha permitido entender sus razones de ser y obligado a darle forma a un cúmulo de conocimientos que había arrumbado en el fondo de la caja de los juguetes.
Hay una teoría sobre los personajes de teatro que afirma que un personaje es, desde el reparto, una especie de caja-nombre vacío que a lo largo de la obra se irá llenando de significados, acciones, cualidades, defectos, certezas y ambigüedades que harán de él, al final, eso: un personaje. Una vez que uno pone a prueba la teoría se da cuenta de que, en más de un sentido, es una obviedad no privativa de los personajes de teatro sino de todo tipo de personaje, incluso de los de la vida real. Así, pensé, me lleno de nombres, palabras, personajes, teorías, coincidencias, experiencias. Aunque todavía no me queda muy claro cuándo llegaré a ser el personaje. Como sea, el camino de la teoría también llega puntual a depositar su gota nutricia de sentido: “Lo más verdadero es poético porque no es detenido-detenible” (H. Cixous); y es esta misma teoría la que parte de la Diosa Madre, pero en este caso como la huella prístina del carácter generoso de la mujer. Es también alguna teoría la que supone que al nacer y durante los primeros meses de vida, tenemos un vínculo estrecho con la madre, a tal grado que no logramos distinguir la diferencia entre ella y nosotros. Un solo ser-sangre.
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Hace un par de días me fueron obsequiadas las memorias de Esther Seligson. En la portada se ve ella, algunos años atrás, con un vestido blanco, largo, de encajes. Sus ojos grandes no miran a la cámara, sino a un punto apenas a un lado de ésta. Su frente está levemente fruncida. En su rostro parecen haber más certezas que dudas y algo de temeridad. Su mano derecha está a punto de abrir un gran portón de madera, o quizás, lo acaba de cerrar.
En las palabras de Seligson hay luz, mucha luz, una luz transparente que sólo he podido mirar desde lejos, igual que como se observa el misterio cuando una es pequeña y apenas va descubriendo que con las manos puede tocar las claves del universo…
Abrí el libro al azar en las primeras páginas. Lo primero que vi fue el epígrafe de la primera parte titulada Dúo y que empieza hablando de Ella, mi madre:
¿No estoy aquí, yo que soy tu Madre?
¿No estás aquí bajo mi sombra y resguardo?
¿No soy la fuente de tu alegría?
¿No estás en el hueco de mi mano, en el cruce de mis brazos?
¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?
Nican Mopohua
la imagen completa
mi primer sobrino nació la semana pasada. Mi hermana y el nene están llenos de vida. No parece haber una diferencia entre la una y el otro. Él, es un personaje diminuto y en su pequeñez caben miles de sueños, decenas de años y todas las palabras. Ella, se ve llena como una luna, posada provisionalmente sobre la superficie de la tierra. De sus senos brota una luz dulcísima que cada tres o cuatro horas ilumina al nene, y es tan generosa que aunque él se quede dormido, la luz sigue corriendo y forma surcos, ríos, mares, baña jardines y se pierde en un confín a donde sólo él podría llegar. Cuando ella lo coloca entre sus brazos y apoya su cabecita en su pecho, es como si los detalles más mínimos, los días y las noches, los elementos y la naturaleza misma se conjugaran para hacer transparente un solo universo sabio, armónico, risueño y en el que cada coincidencia adquiere su justo sentido.
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