No creo que todo pasado haya sido mejor. Más bien creo que no podemos dejar de sucumbir ante las seducciones de la memoria que todo lo matiza, adereza, pule y acomoda para que al acudir a los recuerdos nos sintamos como en casa (y digo casa en su más amplia acepción, como espacio confortable, seguro y propio, el que cada quien se construye en torno a sí mismo o a otros). En lo que sí creo es en la urgente necesidad de conocer e intentar comprender el pasado y cuáles han sido los caminos y tropiezos que nos han traído hasta aquí. Debo decir que amo el presente con todos los nombres, máscaras y vacíos que lo conforman, pero eso no me impide echar un vistazo atrás –desde luego sesgado, quizás un poco estrábico y miope- para ver si no habré errado el camino o perdido algo en mi tránsito por él.
Hubo un tiempo en que los pueblos empezaron a fundar sus ciudades en torno a un espacio sagrado. La veneración entonces recaía sobre aquellas deidades que les proveían de alimento. Había ciclos vitales que determinaban los periodos de siembra y cosecha, en que los seres humanos estrechaban su relación con la naturaleza y la perpetuaban con la celebración de ritos cargados del simbolismo propio de cada cosmogonía.
La relación entre el ser humano y la tierra destinada a albergar el núcleo de una sociedad se volvió poderosa y entrañable. No sólo se trataba de marcar un territorio que distinguiera entre lo propio y lo ajeno, sino que además era el sitio al cual uno pertenecía por herencia, por nacimiento, por derecho, por la sola circunstancia de ser hijo de esa tierra. En los pueblos mesoamericanos este sitio se llamó altépetl y representaba, más allá del vínculo territorio-organización social, el “corazón del pueblo”: un espacio destinado a conservar la vida, donde cada latido resguarda y anima lo más significativo, la herencia, los ritos, la religión, el lenguaje, los símbolos, las tradiciones, en síntesis, lo más sagrado de un pueblo, su patria. Dice Enrique Florescano que este “corazón del pueblo” era representado por el glifo de una montaña o cerro cuyo interior se encontraba rebosante de un agua fértil, dadora generosa de vida, guardada en el secreto de la tierra.
A partir de la Conquista las representaciones del “corazón del pueblo”/patria habrían de estar regidas por una estética europea decorada con ciertos elementos americanos. Y aunque por su raíz latina la palabra patria implica la noción de paternidad, la constante en esa multiplicidad de imágenes que han dado rostro y cuerpo a la patria es que siempre ha tenido cualidades femeninas, con todos los gestos favorables y desfavorables que esto implica.
El recorrido que hace Florescano en Imágenes de la patria nos lleva, desde las concepciones más universales de la Diosa Madre, hasta el “águila mocha” que Vicente Fox mutiló para hacer su logo de la presidencia de la república en el 2000. En medio de ambos extremos los rostros de la patria pasan de lo solemne a lo complejo, de la incomprensión a la tergiversación crítica. Tanto la india bizarra semidesnuda, a veces salvaje y otras simplemente exótica, como la virgen María habrían de ocupar sitios privilegiados durante la Colonia y aun durante el México independiente. Hacia el siglo XIX el águila, la corona de olivos y la cinta tricolor ya habían ocupado un espacio mucho más legítimo que el de la mera ornamentación, estilizándose hacia una alegoría de la recién nacida república mexicana. A la par con este intento de darle un rostro definitivo, propio y efectivo al “corazón del pueblo” que se intentaba reanimar y echar a andar solito, surgen también las críticas más lúcidas ante el fracaso de dicho intento: una mujer que representa a la patria pretende equilibrarse sobre la cuerda floja mientras sostiene unas pesas que dicen “empréstitos” y un par de burócratas tensan la cuerda; otra patria vestida de mujer, tambaleante, que camina entre los presidentes conservadores de México, quienes la están apaleando sin clemencia; un águila desplumada, se diría que sarnosa y agonizante, parada sobre un cangrejo…
Sé que parte del poder de los símbolos reside justamente en su carácter numinoso. Si convenimos con Ricoeur en que “en el universo sagrado, la capacidad para hablar se funda en la capacidad del cosmos para significar” y del hombre para identificarse a sí mismo en su relación con el cosmos, veremos que nuestros símbolos patrios a lo largo de los años han mantenido, en mayor o menor medida, evidentemente o no, parte de ese carácter sagrado, genuino y entrañable: algo de ese latido prístino del “corazón del pueblo”.
Decía que amo el presente, aunque se me parezca un miembro engangrenado que amenaza con pudrir al resto. Creo que por eso el desfile de ayer no hizo más que evidenciar que el corazón de este país está dejando de latir y de guardar el significado profundo que lo define como pueblo; ya porque no sabe cuál es, ya porque el devenir más inmediato le exige insertarse en una dinámica de lucha de poderes donde no hay un solo rincón para albergar la conciencia de que somos seres humanos, habitando en sociedad, en un mundo que por naturaleza y hasta hace unos años había sido ampliamente generoso.
Debo confesar que me sorprendieron –en el peor sentido de la palabra- los juegos pirotécnicos, la tecnología, la coincidencia de cantantes y artistas tan diversos, el cinismo de Felipe Calderón, el derroche tan aberrante de recursos, la disneyficación de la historia y los mitos y, en especial, la respuesta de la gente ante tamaña espectacularidad.
Creo que hasta ayer no había tenido un ejemplo tan claro de cómo se hace efectiva la idea de que al pueblo “pan y circo”, aunque nos dejaron, claro está, sólo con un circo que cumplió muy bien la empresa de presentar las nuevas representaciones de la patria: tan huecas y opacas que necesitan líneas fosforescentes que definan sus rasgos, acróbatas que las recreen y locutores de televisa y tv azteca que las expliquen.
Me es inevitable evocar a López Velarde. Sólo que ahora nos gritan con épica sordera que la patria no tiene nada de impecable y que lo diamantino, no es por la dureza inquebrantable del diamante, sino por su brillo más bien frívolo, superficial y pasajero.
Mérida, Yuc.
16 de septiembre 2010.
Hubo un tiempo en que los pueblos empezaron a fundar sus ciudades en torno a un espacio sagrado. La veneración entonces recaía sobre aquellas deidades que les proveían de alimento. Había ciclos vitales que determinaban los periodos de siembra y cosecha, en que los seres humanos estrechaban su relación con la naturaleza y la perpetuaban con la celebración de ritos cargados del simbolismo propio de cada cosmogonía.
La relación entre el ser humano y la tierra destinada a albergar el núcleo de una sociedad se volvió poderosa y entrañable. No sólo se trataba de marcar un territorio que distinguiera entre lo propio y lo ajeno, sino que además era el sitio al cual uno pertenecía por herencia, por nacimiento, por derecho, por la sola circunstancia de ser hijo de esa tierra. En los pueblos mesoamericanos este sitio se llamó altépetl y representaba, más allá del vínculo territorio-organización social, el “corazón del pueblo”: un espacio destinado a conservar la vida, donde cada latido resguarda y anima lo más significativo, la herencia, los ritos, la religión, el lenguaje, los símbolos, las tradiciones, en síntesis, lo más sagrado de un pueblo, su patria. Dice Enrique Florescano que este “corazón del pueblo” era representado por el glifo de una montaña o cerro cuyo interior se encontraba rebosante de un agua fértil, dadora generosa de vida, guardada en el secreto de la tierra.
A partir de la Conquista las representaciones del “corazón del pueblo”/patria habrían de estar regidas por una estética europea decorada con ciertos elementos americanos. Y aunque por su raíz latina la palabra patria implica la noción de paternidad, la constante en esa multiplicidad de imágenes que han dado rostro y cuerpo a la patria es que siempre ha tenido cualidades femeninas, con todos los gestos favorables y desfavorables que esto implica.
El recorrido que hace Florescano en Imágenes de la patria nos lleva, desde las concepciones más universales de la Diosa Madre, hasta el “águila mocha” que Vicente Fox mutiló para hacer su logo de la presidencia de la república en el 2000. En medio de ambos extremos los rostros de la patria pasan de lo solemne a lo complejo, de la incomprensión a la tergiversación crítica. Tanto la india bizarra semidesnuda, a veces salvaje y otras simplemente exótica, como la virgen María habrían de ocupar sitios privilegiados durante la Colonia y aun durante el México independiente. Hacia el siglo XIX el águila, la corona de olivos y la cinta tricolor ya habían ocupado un espacio mucho más legítimo que el de la mera ornamentación, estilizándose hacia una alegoría de la recién nacida república mexicana. A la par con este intento de darle un rostro definitivo, propio y efectivo al “corazón del pueblo” que se intentaba reanimar y echar a andar solito, surgen también las críticas más lúcidas ante el fracaso de dicho intento: una mujer que representa a la patria pretende equilibrarse sobre la cuerda floja mientras sostiene unas pesas que dicen “empréstitos” y un par de burócratas tensan la cuerda; otra patria vestida de mujer, tambaleante, que camina entre los presidentes conservadores de México, quienes la están apaleando sin clemencia; un águila desplumada, se diría que sarnosa y agonizante, parada sobre un cangrejo…
Sé que parte del poder de los símbolos reside justamente en su carácter numinoso. Si convenimos con Ricoeur en que “en el universo sagrado, la capacidad para hablar se funda en la capacidad del cosmos para significar” y del hombre para identificarse a sí mismo en su relación con el cosmos, veremos que nuestros símbolos patrios a lo largo de los años han mantenido, en mayor o menor medida, evidentemente o no, parte de ese carácter sagrado, genuino y entrañable: algo de ese latido prístino del “corazón del pueblo”.
Decía que amo el presente, aunque se me parezca un miembro engangrenado que amenaza con pudrir al resto. Creo que por eso el desfile de ayer no hizo más que evidenciar que el corazón de este país está dejando de latir y de guardar el significado profundo que lo define como pueblo; ya porque no sabe cuál es, ya porque el devenir más inmediato le exige insertarse en una dinámica de lucha de poderes donde no hay un solo rincón para albergar la conciencia de que somos seres humanos, habitando en sociedad, en un mundo que por naturaleza y hasta hace unos años había sido ampliamente generoso.
Debo confesar que me sorprendieron –en el peor sentido de la palabra- los juegos pirotécnicos, la tecnología, la coincidencia de cantantes y artistas tan diversos, el cinismo de Felipe Calderón, el derroche tan aberrante de recursos, la disneyficación de la historia y los mitos y, en especial, la respuesta de la gente ante tamaña espectacularidad.
Creo que hasta ayer no había tenido un ejemplo tan claro de cómo se hace efectiva la idea de que al pueblo “pan y circo”, aunque nos dejaron, claro está, sólo con un circo que cumplió muy bien la empresa de presentar las nuevas representaciones de la patria: tan huecas y opacas que necesitan líneas fosforescentes que definan sus rasgos, acróbatas que las recreen y locutores de televisa y tv azteca que las expliquen.
Me es inevitable evocar a López Velarde. Sólo que ahora nos gritan con épica sordera que la patria no tiene nada de impecable y que lo diamantino, no es por la dureza inquebrantable del diamante, sino por su brillo más bien frívolo, superficial y pasajero.
Mérida, Yuc.
16 de septiembre 2010.
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