lunes, 6 de diciembre de 2010

una obligada calma (no. 53)


Dice Carlos Pellicer en uno de sus nocturnos: “No tengo tiempo de mirar las cosas/ como yo lo deseo./ Se me escurren sobre la mirada/ y todo lo que veo/ son esquinas profundas rotuladas con radio/ donde leo la ciudad para no perder el tiempo./ Esta obligada prisa que inexorablemente/ quiere entregarme el mundo con un dato pequeño”.

No sé si por desidia, indiferencia o falta de tiempo, la mirada diaria tiende a conformarse con ese dato pequeño y una versión simplificada de las cosas. Desde luego hay también excepciones, miradas lúcidas que son atenta lectura del mundo y sus complejos universos. En ellas prevalece una obligada calma capaz de anular el tiempo y de comprender el espacio en otras dimensiones.

Los cuentos que conforman “Habla de lo que sabes” de Geney Beltrán Félix son, en muchos sentidos, una mirada profunda hacia los ámbitos más conflictivos del ser humano, hacia sus facetas más grises y sus resquebrajamientos. Como oportunamente afirma Alejandra Pizarnik, hablar de lo que uno sabe debe remitir al silencio cómplice y duro a que nos obliga aquello que vibra en la médula, al claroscuro que hace residencia en la mirada, al dolor, al vértigo, a la desolación.

Desde un narrador que en la mayoría de los cuentos tiende a erigirse como testigo cercano de ese proceso de meticulosa observación, asistimos a diversos episodios donde la soledad, el desencanto y la incomunicabilidad parecen ser las únicas huellas a seguir en un camino laberíntico y sin regreso. La peculiaridad de este narrador, sin embargo, reside en que, más que describir sucesos ajenos, pareciera una especie de alter ego que se mira a sí mismo desde una imprudente distancia: demasiado adentro de sí como para permanecer impasible, demasiado cerca del espectáculo del propio desasosiego. Quizás por eso las historias se encuentran focalizadas en la trayectoria de un protagonista que de pronto se encuentra solo en una cotidianidad que se vuelve extraordinaria y le conmina a explorar sus sentimientos, pensamientos y temores.

Las rupturas familiares, la distancia abismal entre padres e hijos, hombre y mujer como pareja; el estar constreñido por una situación económico social particular, la frustración del sueño o el amor no realizado, las múltiples interrogantes inherentes a la creación literaria, se ven atravesadas por decisiones o circunstancias que rayan en la situación límite, en la disolución de las fronteras entre lo real y lo imaginario. En cuentos como “Anoche soñé que volaba”, “La hija” o “Los perseguidos”, la introspección de los protagonistas los satura hasta culminar con el asesinato; mientras que en historias como “La celda en la Ciudad”, “Ese mundo de extraños” y “Hondonada”, la confusión se hace una con el interior de los personajes, posicionándolos en un espacio y un tiempo imprecisos que apelan más a la lógica caótica del sueño y que, por momentos, lindan con lo fantástico.

A modo de eco, la Ciudad (con mayúscula) que contiene a estos personajes, se levanta hostil y desmesurada. Desde el primer cuento, “La celda en la Ciudad” se dispone de un espacio que nada tiene de benévolo, más bien es eso, una prisión en sí misma y una metáfora de los límites que también imponen el matrimonio, la paternidad, el ser hombre, hermano, hijo o simplemente un ser humano con toda su humanidad a cuestas. Las vistas de esta Ciudad son pues escenario y reflejo del ser interior que se aproxima a un punto crítico. En “Perdonados por quién”, por ejemplo, el cuerpo y el pensamiento del protagonista experimentan un derrumbe paralelo al de los edificios en un terremoto, por eso afirma en medio de su malestar que “todo aquí es polvo”, mientras se repite taladrante la pregunta “¿qué es estar vivos?”. En “Anoche soñé que volaba” la Ciudad que se mira desde arriba en sueños es el punto de partida y el destino final de una vida que se modifica rabiosamente, en el pleno centro de la sordidez, la soledad y el desamparo. Cuando llega a estos extremos es contundente, cuando no, la Ciudad-espacio se instala con una extrañeza profunda que desconcierta: no sabemos si así son las cosas o si así se proyectan desde la perspectiva de cada personaje perdido en sí mismo y respecto a los otros. En “Ese mundo de extraños”, la nostalgia es la que atraviesa la ocupación del espacio, del departamento de un hombre (en primera persona), que sin explicación de por medio empieza a encontrar nuevos inquilinos en cada rincón. Como una especie de diálogo con “Casa tomada” de Cortázar, esta historia exhibe en su circunstancia improbable la dureza de la soledad, los recuerdos y el deseo cercenado. En “Hondonada”, la Ciudad es confusión, laberinto y cansancio, búsqueda y espera inútil, nombres absurdos de calles que tal vez cambien de lugar, reiteración de las limitantes que aquejan a Omar.
Nada hay de apacible en estas historias. Todo lo contrario. En “Habla de lo que sabes” no hay cabida para el contentamiento con el dato pequeño, con la imagen idealizada del núcleo familiar o el amor filial o erótico como certeza a la cual asirse. Cada cuento está dispuesto como una obligada calma para mirar las cosas frontalmente, en todos sus detalles, con toda su violencia.

Texto leído el pasado jueves 3 de diciembre en la presentación del libro "Habla de lo que sabes" de Geney Beltrán. Casa Colón, Mérida, Yuc.

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