Uno de
los grandes dilemas acerca del devenir humano tiene que ver con la idea del
“destino”. Pensar en el destino implica especular acerca de si existe o no un
plan determinado de antemano para cada individuo, o si será verdad que la
sucesión de decisiones tomadas a lo largo de la vida son las que lo van
forjando. Tomo como ejemplo el siguiente cuento popular, citado en la versión
de Liz Greene en Destino y astrología:
“Érase una vez un joven que vivía en Isfahan y
que se dedicaba a servir a un rico mercader. Una mañana, muy temprano, el joven
cabalgó hasta el mercado, y en su galope tintineaban en el cofre las monedas
con las que debía comprar carne, frutas y vino, pero al llegar a la plaza del
mercado vio a la Muerte haciéndole una señal como si quisiera hablarle.
Aterrorizado dio la vuelta a su caballo y salió huyendo, tomando el camino
hacia Samara. Al anochecer, exhausto y sucio, llegó a una posada y con el
dinero del mercader pagó una habitación y se desplomó sobre la cama fatigado y
al mismo tiempo aliviado porque creía haber engañado a la Muerte. A media noche
golpearon la puerta de la habitación y ahí estaba la Muerte, sonriendo
afablemente. ‘¿Cómo es que estás aquí?’, preguntó el joven pálido y tembloroso:
‘Esta mañana te he visto en la plaza del mercado de Isfahan’. Y la Muerte
replicó: ‘Porque he ido a buscarte, como está escrito. Al verte esta mañana en
la plaza del mercado de Isfahan he intentado decirte que tenía una cita contigo
esta noche en Samara pero no has querido hablarme y te has marchado corriendo”
(1).
Al
leer esta paradójica historia quedan palpitando las interrogantes acerca del
destino del joven y de su proceder, es decir, todos los “qué hubiera pasado si…”
optaba por dirigirse a otro sitio, se detenía a dialogar con la Muerte,
sencillamente permanecía en Isfahan, etc. Quizá sean éstos los cuestionamientos
que uno mismo se hace cuando se encuentra en determinadas encrucijadas, o al
final de una serie de sucesos no del todo explicables en términos lógicos y
racionales.
Si nos remontamos a la Antigüedad
griega, veremos que Moira era el término empleado para referirse al destino y
se encontraba representado por una figura triple, femenina, encargada de
administrar la justicia. Liz Greene cita la caracterización del orden en el que
operan las Moiras propuesta por F. M. Cornford: “Los dioses tienen sus esferas
de competencia, designadas, impersonalmente, por Laquesis o por las Moiras.
Desde sus inicios el mundo fue considerado como el reino del Destino y de la
Ley. La Necesidad y la Justicia se encuentran reunidas en esta noción primaria
de Orden, una noción que la religión griega representaba como un principio
elemental e inexplicable” (24). Este principio atiende a una noción de
Naturaleza en su sentido más profundo, es decir, a la apreciación del
ordenamiento y el equilibrio que rigen el funcionamiento del cosmos y del cual
el ser humano es parte.
Atender a esta lógica en la
disposición del Universo y la Naturaleza implicaba para el individuo no sólo
participar de dicho orden, sino respetarlo y ser consecuente con él. Por eso,
señala Greene, el papel de las Moiras era administrar la Justicia, restablecer
el orden cuando el hombre lo corrompía incurriendo en la peor falta, denominada
hubris, y que implicaba la
ostentación de “arrogancia, vitalidad, nobleza, heroísmo, falta de humildad
ante los dioses y la inevitabilidad de un trágico final” (24-25). Siguiendo estas
implicaciones de hubris podemos
recordar cómo los finales más terribles de la mitología griega atendían a la
transgresión inicial de un personaje que, atentando contra el equilibrio
inherente a la Naturaleza o el Universo, se condenaba a sí mismo y a todos sus
descendientes de generación en generación. Desde esta perspectiva, los actos de
un personaje podían llevarlo a la ruina y a todos los que a él/ella estuvieran
vinculados por la sangre; de ahí el gran peso que tenían las relaciones entre
padres, hijos, hermanos/as, etc.
La triple figura de las Moiras
representa las tres fases de la luna, como las fases de la vida, pero también
la participación de cada una de ellas en la labor de hilar el destino. En el Tarot mítico de Liz Greene y Juliet
Sharman-Burke, el Arcano mayor de la Rueda de la Fortuna está representado
precisamente por las Moiras, “hijas de la Madre Noche (Nyx) y […] concebidas
sin padre. Cloto era la que hilaba, Laquesis la que medía y Atropos, cuyo
nombre quiere decir ‘la que no se puede evitar’, la que cortaba. Las tres
Parcas urdían el hilo de una vida humana en la oscuridad secreta de su cueva, y
su trabajo no lo podía hacer ningún dios, ni siquiera el gran Zeus. Una vez que
se urdía el destino de un individuo, eso era irrevocable, y no podía ser
alterado, y la longitud y la vida y el tiempo de la muerte eran la parte y el
lote del cupo que las Moiras adjudicaban” (70-71).
Aunque por momentos uno sea capaz de
percibir ciertos destellos de sentido en el curso de la propia vida, el destino
permanece como el Arcano más inquietante, tanto en su faceta de porvenir, como
en todos aquellos actos o circunstancias pasados que afectan y determinan
nuestro presente. Una de las encomiendas más ominosas de la memoria es, cuando
se da el caso o la necesidad, la de traer de vuelta y reorganizar esos momentos
clave que se suceden hasta conformar nuestra situación actual. Ya no se trata
de articular una identidad, un quiénes somos para presentar frente a los otros,
sino de intentar explicarnos a través del recuerdo cómo es que fuimos a parar
en este sitio, en este tiempo y de esta forma.
A veces como mera intuición, otras
como una certeza que se sabe inexplicable, los textos que conforman “Jardín de
infancia”[1] de Esther Seligson (1941-2010) se ven
atravesados por las dudas acerca del destino de quien narra y de los otros
personajes con quienes guarda relaciones consanguíneas: padre, madre, hijos,
nietas. La sangre llama pero también repele, incita al amor lo mismo que al
ultraje, es herencia y es destino. Precedidos por el no menos revelador
epígrafe de Diálogos con Leucó de
Cesare Pavese, “¿y qué cosa es el recuerdo sino pasión repetida?”, los ocho
textos de “Jardín de infancia” se presentan como un arduo ejercicio memorístico
que va de atrás hacia adelante en el tiempo que abarcan cuatro generaciones
signadas por una nostalgia cuyo origen se desconoce, por el exilio geográfico y
simbólico, por el suicidio, pero también por una voluntad inquebrantable de aprehender
la vida y dejar cuenta de ella.
Recordar la infancia del padre,
judío severo exiliado en México, es la consigna que rige “Evocaciones”. La voz
narradora, la de la hija que se dirige a esa segunda persona que es el padre
ausente, intenta a través de sus propios recuerdos y, sobre todo, de su
imaginación, recrear los primeros años de esa figura misteriosa que es su
progenitor, sólo para concluir: “a veces pienso que si, en vez de ser tu hija,
hubiera sido tu hijo, me habrías confiado muchas otras cosas, tus sueños, tus
deseos, tus temores […]” (Seligson 109). Esta visión sencilla de un pasado
junto al mar, inventado por la hija, se complementa con el siguiente texto,
titulado “Errantes”, y en el que el canto del padre al afeitarse es el que
ahora la llevará a una serie de revelaciones en relación con su destino. El
canto, en contraste con los constantes silencios del personaje del padre,
representa para la hija todo una carga de sentidos signados por sucesos del
pasado: “Nunca me habló de su mundo propio, pero recibí sus silencios y, en el
canto, sus temores a la muerte, las agonías de los que no escaparon al
Holocausto y las de aquellos que sí escaparon y que se murmuraban al oído unos
a otros en las reuniones familiares […] y rememoran y rememoran cual si no
hubiese transcurrido el tiempo” (Seligson 110). La memoria es portavoz de la
comunidad, aunque se transmita secretamente; para la niña que observa y narra,
este mundo prevalece ajeno y entrañable a un mismo tiempo: en su calidad de
menor, no puede compartir con el mundo de los adultos esa conservación de la
memoria, pero sabe en el fondo que ahí se encuentra una clave de su propia
historia: “[…] a veces yo me cuelo justamente para atrapar las entonaciones que
surcaron mi infancia, y por ver si alguna de ellas me explica, nítida, el por
qué persiste, inconmovible y tenaz, en mi cuerpo la memoria, memoria sin
imágenes, de ese dolor solidario y viejo que aprendí cuando oía cantar a mi
padre y que él aprendió de su abuelo y éste de su bisabuelo y así hasta el
origen del primer hombre que cantó su exilio, su primer trastierro” (Seligson
111).
Si en estos dos textos la figura del
padre y la contundencia de su pasado sobre el presente de la hija están dados
en la fuerza de sus silencios y su monótono canto en lo cotidiano, en
“Herencia” veremos, precisamente, el terrible legado de la madre, el que se
advierte cuando se observa de frente a la mujer de la provenimos y se le
percibe como un reflejo deleznable. La mujer que ahora narra esta suerte de
confesión encuentra una hoja ya amarilla por el paso del tiempo, en la que su
madre ha transcrito y subrayado con rojo una descripción bastante negativa de
la figura materna, pues en ella nota todos los defectos, errores e insuficiencias
que también reconoce en sí misma. Tres generaciones reconocen esta repulsión
por la madre, en la medida que descubren que de ahí proviene lo peor que hay en
las hijas. Lo más curioso es que no se trata sólo de un legado trasmitido a las
mujeres, sino que al final del texto la mujer que narra se confiesa a sí misma:
“Yo imploré parir sólo varones para no
prolongar esa sombra de luna en el cuerpo de ellos […] Pero igual me equivoqué,
pues sus cuerpos llevan la herida de otro modo, como la vergüenza de un delirio
lejano, de un éxtasis de sumisión que les borró el rostro, y acaso también lo
cercenó, en el arrobamiento de un sacrificio impuro, Ménade o Hécate, máscara
idéntica, no obstante, en la misma avidez de sangre y convulsión, asolador
cortejo de quimeras que teñirán con su negrura el pozo de nuestras pesadillas,
tanto más oscuras cuanto mayor haya sido el deseo por engendrar al vástago
indefenso: y no habrá expiación posible para ese amor…” (Seligson 113).
En contraste con las facetas oscuras
del destino familiar reveladas a través del padre, la madre y los hijos, en
“Luciérnagas en Nueva York” habrá una especie de esperanza renovada en la vida
de la nieta. Las descripciones de los espacios y los tiempos, son un vaivén
entre pasados y futuros llenos de deseos y promesas, un constante sorprenderse
ante las cosas cotidianas y sencillas de la vida cuando se la mira a través de
quien las descubre por vez primera. “En cuanto crezcas te contaré cómo, cuando
tú naciste, el jardín se llenaba al atardecer de luciérnagas, y un gato pardo
en el escalón más alto de la escalerilla carcomida las miraba, con los ojos
totalmente abiertos, encenderse una a una en un juego de parpadeos entre las
hojas de los árboles y al ras del matojo que se extiende salvaje por el suelo”
(Seligson 117). Los recuerdos oscuros del pasado más remoto de los padres se
ven aquí suplantados por una memoria a futuro, por la conciencia de quien sabe
que el presente será también un recuerdo, tan significativo como uno pueda
dotarlo de sentidos: “De alguna manera tu crecimiento guarda una relación
secreta con la existencia inefable de aquellas plantas, las luciérnagas, el
gato y la escritura que se va entretejiendo para, algún día, entregarte la
remembranza de este rincón donde naciste, un lunes, antes de que cayera la
noche, en los inicios del verano” (Seligson 118).
A pesar de que aquí predomina la
volición de crear recuerdos luminosos, también está la conciencia del peso de
la sangre y su herencia inevitable, en este caso, encarnada en el destierro, en
el destino de provenir de una familia de eternos exiliados y, por lo tanto, ser
también uno más. Aún siendo muy pequeña, la pregunta queda flotando en torno a
la niña: “cangrejito temeroso de perder la caparazón, ¿acaso no sabes que ya
naciste trasterrado, que ya llevas, como tu padre, la casa a cuestas y los pies
en todas las ciudades?” (Seligson 120).
Una síntesis de estos encuentros con
cada personaje de la familia está dado en “Retornos”. Mediante el recurso, una
vez más, de la imaginación, la mujer que ahora narra se sitúa en el tiempo que
pudo haber sido con el fin de recrear un modo distinto de relacionarse con esas
figuras tan determinantes en su vida. Siguiendo una especie de estribillo
inicial, cada parte del texto se construye con base en un tipo de
reencarnaciones bastante peculiar: “Si tornara a vivir de nuevo, me gustaría
encontrar a mi madre y ser las dos un par de amigas jóvenes […] Si tornara a
vivir de nuevo, me gustaría ser el hermano gemelo de mi padre […] Si tornara a
vivir de nuevo, me gustaría ser una de mis nietas, que me cuente las historias
que conté y me contaron, abrir desmesuradamente los ojos, oídos y memoria […]”.
Cada vida imaginada apela a la posibilidad de enmendar el pasado, tal vez
cortando ese destino oscuro vertido sobre la familia quién sabe desde cuándo, o
tal vez sólo conociendo más profundamente a esas figuras y mediante ese
conocimiento llegar a comprender, al menos un poco, su destino.
Como en el caso del joven de
Isfahan, nunca sabremos si la nota trágica en el destino de estos personajes
atendía a un plan determinado o a sus decisiones, si en sus intentos por
escapar de la Muerte llegaron puntualmente a la cita con ella porque no había
más remedio. Lo que sí llegamos a saber, al menos parcialmente, es que a lo
largo de sus historias, a través de las generaciones, se mueven los hilos de
una lógica compleja, fascinante y entrañable, a ratos muy semejante a la vida.
En este caso, recordar es ir articulando el itinerario de un camino ya
recorrido, de un destino lleno de nostalgias y tristezas, pero también
esperanzador.
No resisto cerrar con una frase de
Francisco Tario citada por Seligson en “Luciérnagas en Nueva York”: “La vida es
la mejor obra literaria que ha caído en mis manos” (121).
Bibliografía
Greene,
Liz. Astrología y destino. Trad.
David González. Barcelona: Obelisco, 1996.
_________ y Juliet Sharman-Burke. El tarot mítico. Una nueva vía a las cartas
del tarot. Trad. Felicitas Di Fidio. Madrid: EDAF, 2005.
Seligson,
Esther. “Jardín de infancia” en Toda la
luz. México: FCE, 2006.
_____________. Hebras. México: Ediciones Sin Nombre, 1996.
_____________. Toda la luz. Ediciones Sin Nombre. 2002.
_____________. Jardín de infancia. México: Ediciones Sin Nombre, 2004.
Imagen: "Las Parcas" de Giovanni A. Bazzi.
[1]
Siete de los ocho
textos que conforman Jardín de infancia
fueron publicados en 1996 en el libro titulado Hebras (Ediciones sin nombre). Posteriormente, en 2004, la misma
editora publicó Jardín de infancia.
En 2006, Esther Seligson reúne buena parte de su narrativa hasta entonces
publicada bajo el título de Toda la luz
(FCE), cuya primera parte se titula “Jardín de infancia” (la segunda lleva el
mismo título de toda la compilación) e incluye cinco apartados: “Otros son los
sueños”, “Hebras”, “Travesías”, “Jardín de infancia” e “Isomorfismos”. Para
este texto me baso en “Jardín de infancia” incluido en Toda la luz.
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