lunes, 28 de octubre de 2013

el arte de escribir cartas de amor (no. 72)

¿Qué mal puede hacer leer una carta?
Puede que hasta haya en ella algo que te guste.
Ovidio

El prólogo a la antología de textos que Alberto Manguel reúne bajo el título de Breve tratado de la pasión inicia con una peculiar anécdota acerca de una abogada que había demandado a uno de sus colegas por acoso sexual. La evidencia presentada por la mujer ante el juzgado consistía en una bolsa conteniendo más de ochocientas cartas de amor que el acusado le había remitido en un periodo apenas superior al año y medio. Ante tal evidencia, el juez afirmó: “Me sorprende que con tanto ardor, el bolso no se haya consumido solo”.
            El mal que una carta sea capaz de producir depende, desde luego, de la naturaleza de la misiva. En el caso de las cartas de amor resulta curioso advertir el intrincado juego que se establece entre destinador y destinatario a través de las palabras que se plasman por escrito. La reflexión de Manguel discurría por el rumbo de la escritura cuando ésta es impulsada ni más ni menos que por el amor o la pasión, por una acuciosa necesidad de explicarle a quien los inspira esos sentimientos. La consideración de todas estas implicaciones, le servía a Manguel para presentar una serie de cartas y poemas de escritores y personajes más que renombrados dirigiéndose a la persona amada. Acceder a los mensajes de amor de figuras como la de Chéjov, Balzac, Napoleón Bonaparte, Borges, Fitzgerald, resulta ciertamente fascinante, pero también extraño. Al leerlos, es inevitable pensar y sentir que uno está haciendo algo indebido, que acceder a esas palabras apasionadas implica irrumpir en la intimidad.
            De muchas formas, la carta de amor es eso: el ámbito de la intimidad propia de los sentimientos y deseos, muchas veces irrefrenables, traducido en palabras y dirigido a la persona que inspira todo ello. Si la lectura de las confesiones amorosas incluidas en el Breve tratado de la pasión despierta curiosidad y admiración por tratarse de personajes conocidos, no son menos fascinantes las Cartas de las heroínas de Publio Ovidio Nasón (43 a. C. – 17 d. C.), en las que se ponen en juego todas las disyuntivas de la carta de amor, pero desde la autoría de las figuras femeninas del horizonte griego[1].  
            Las primeras obras del poeta latino están dedicadas a las artes amatorias. En sus empeños por hacerse de un lugar digno dentro de la poesía de su tiempo encabezada por Catulo, Tibulo y Propercio, y antes por Virgilio, Ovidio optó por abrir un camino aún inexplorado dentro de su tradición. Dado que “los poetas latinos habían llegado demasiado lejos en su dependencia de las amadas, a quienes veneraban como si fueran diosas y de quienes se habían declarado sus más viles esclavos” (Ramírez de Verger XXVIII), Ovidio se inclinó por la vía irónica y la burla a ese ideal de amor divinizado. Por eso, textos como Amores, Arte de amar, Cosméticos para el rostro femenino o Remedios de amor, se encargan de ensalzar el amor carnal y el erotismo, de instruir a sus lectores en el arte del cortejo, la coquetería, el escarceo amoroso y la práctica misma del amor, y del olvido en el caso del desamor.
            En el marco de sus obras dedicadas al amor carnal, se encuentran sus Cartas de las heroínas, que si bien están “escritas” por figuras de la talla de Penélope, Medea, Dido o Helena, dan cuenta de las facetas más terrenales de sus historias de amor, en especial de sus infortunios amorosos con un tono elegíaco. La carta de amor admite todo, desde el reproche por la ausencia del amante, hasta la expresión de la última voluntad de las mujeres suicidas, pasando por la confesión de secretos terribles, el recuento de los episodios de amor pleno o la exposición de las incontables dudas que arremeten cuando uno se siente abandonado.
            En su carta a Ulises, Penélope no es la paciente esposa a la espera del marido, por eso se expresa como una mujer en plena incertidumbre, quizás con la única certeza de que “el amor es cosa llena de angustias y de miedos” (3). Puesto que Ovidio configura muy bien la voz del yo íntimo que se expresa a través de la carta privada, podemos acceder a la peculiar intimidad de las heroínas griegas cuando se dirigen al hombre que aman. Penélope no repara en referirse a Ulises como un insensible, liviano o un hombre sin corazón, ni en arrojar reclamo tras reclamo por una ausencia demasiado prolongada y, a los ojos de la esposa, injustificable. “Ésta te la manda tu Penélope, insensible Ulises, pero nada de contestarla: ¡vuelve tú en persona!” (3). Más que la respuesta con palabras, ella exige la presencia y no duda tampoco en confesarle sus sospechas de una probable infidelidad: “Y mientras hago tontamente estas cábalas, puede que ya seas esclavo de un amor extranjero, con esa liviandad vuestra. Quizá hasta le estés contando a otra lo cazurra que es tu mujer que la única finura que entiende es la de cardar la lana. Ojalá me equivoque y el viento se lleve este reproche, y que no quieras, libre para volver, quedarte lejos” (7).
            La carta permite el reclamo directo, abundante en las misivas ovidianas, pero también la confesión más íntima del deseo físico y las fantasías que engendra la pasión, tal y como Safo le explica a su legendario amante Faón: “Faón, tú eres mi amor, a mí te devuelven mis sueños, sueños más luminosos que el día […] Muchas veces sueño que mi cuello descansa en tu brazo; otras veces que es el mío el que sostiene tu cuello. Reconozco los besos que tú solías encomendar a la lengua y que solías recibirlos y darlos sabiamente. De vez en cuando te acaricio, y digo palabras muy parecidas a las de verdad, y mi boca está despierta para mis sentidos; lo que sigue me da vergüenza contarlo, pero a todo se llega, y viene el gusto, y no me es posible seguir seca” (123).
            Todo aquello que los personajes se guardan en el secreto de su pasión, se desborda en la carta que, en el caso de Fedra, le resulta imposible no escribir. Es ella quien inaugura su misiva a un indolente Hipólito con la pregunta “¿Qué mal puede hacer leer una carta?” (25) y es ella la que se admite y justifica como víctima de la voluntad de Amor: “Hasta donde se puede y resulta, el amor debe combinarse con el pudor; ahora Amor me manda decir y escribir lo que no se debe. Lo que Amor ha mandado no es cosa segura de despreciarlo; él gobierna y tiene poder sobre los dioses soberanos. Él me ha dicho, cuando al principio dudaba si escribirte: ‘¡Escribe! Ese duro de corazón rendirá sus manos sometidas’. Que él me asista, y que igual que a mí con su fuego devorador me recalienta las entrañas, así te clave a ti sus flechas en el corazón como yo deseo” (25). Amparada por la autoridad de Amor, Fedra no duda en suplicar ser correspondida por su hijastro; su deseo la lleva no sólo a dejar cuenta de su deseo, sino a pergeñar formas de sacarle provecho a la circunstancia de habitar en la misma casa para ocultar su relación. Así, cuando Fedra e Hipólito se encuentren abrazados, podrán suponer que ella es una madre amorosa y al igual que antes se besaban como madre e hijo sin esconderse, podrán seguir haciéndolo sin que nadie los juzgue por ello. “Y no requiere esfuerzo mantener en secreto nuestro amor; aunque estemos actuando mal: con la excusa de nuestro parentesco se podría ocultar el pecado” (31).
            En un tono similar de amor incestuoso se encuentra la carta de Cánace a su hermano Macareo, sólo que aquí se trata de una carta de despedida en la que la protagonista asume la consecuencia de haber engendrado un hijo con su propio hermano, pues está dispuesta a suicidarse tal y como su padre, Éolo, ordenó. Para Cánace, el acto de escribir la última carta va unido al acto de morir: “Mi mano derecha sostiene la pluma, la otra mano una espada desenvainada, y en mis rodillas reposa la hoja desenrollada. Ésa es la imagen de la hija de Éolo mientras escribe a su hermano; creo que así podría complacer a nuestro cruel padre. Me gustaría que él estuviera aquí como espectador de mi muerte y poner punto final a la obra ante los ojos de su autor” (83). El tono elegíaco en las primeras líneas de esta carta se mantiene hasta el final a través de la enunciación de la última voluntad de la protagonista que es también la de sus últimas palabras: “Recuérdame mientras vivas y derrama lágrimas sobre mis heridas, y que no tenga miedo el amante del cuerpo de su amada. Por favor, cumple tú la voluntad de la hermana que quisiste demasiado. Yo cumpliré la voluntad de nuestro padre” (89).
            Como apuntaba Manguel, son muchos los asuntos que se ponen en juego al escribir una carta de amor, desde el intento de mesurar a través de las palabras la pasión que mueve a la escritura, hasta la situación crítica que en algunas de las Cartas de las heroínas precede la redacción, como la muerte o el suicidio. Además del reproche o la confesión de secretos y pasiones, en estas cartas encontramos la expresión misma del sentimiento en la plena conciencia de la escritura. “Soy una carta confidente de un corazón” (67), le dice Deyanira a Hércules; y Briseida explica así los borrones en su carta dirigida a Aquiles: “Todos los borrones que veas los han hecho mis lágrimas; pero también las lágrimas valen tanto como la palabra” (17).
            El amor y el desamor no sólo se enuncian en estos términos, sino que, según sea el caso, se presentan con el ropaje de la confrontación. Ariadna abandonada le arroja a Teseo estas palabras: “Esto que lees, Teseo, te lo mando desde aquella playa de la que tus velas se llevaron sin mí a tu barco, esa playa en la que me traicionaste el sueño y tú, que con alevosía tendiste una trampa a mis sueños” (Ariadna a Teseo 75). Y Medea no tiene reparo en insinuar su próxima venganza: “El dios que ahora ocupa mi pecho sabrá lo que hace; lo cierto es que mi corazón trama algo espantoso” (101).
            Como en la anécdota de Manguel, también sorprende que las Cartas de las heroínas no se hubieran consumido de tanto ardor. Leer los íntimos secretos de amor, deseo, desenfreno, frustración, odio y despecho de las protagonistas de la tradición griega, permite conocer una faceta más humana de las pasiones que las llevaron al sacrificio, la venganza, el suicidio o la entrega. En la expresión de su intimidad, las heroínas conforman, más que un arte de amar, un arte de escribir cartas de amor.

Bibliografía
Manguel, Alberto (Selección y Prólogo). Breve tratado de la pasión. México: Lumen, 2008.
Ovidio. Cartas de las heroínas. Trad. Ana P. Vega. En Obras completas, Introducción, edición y notas críticas de Antonio Ramírez de Verger. Madrid: Espasa Calpe, 2005. P. 1-207.
Ramírez de Verger, Antonio. Introducción. Obras completas de Ovidio. Madrid: Espasa Calpe, 2005. P. XI-CIV.

Imagen: "Andrómeda" (1927) de Tamara de Lempicka.

[1] Las Cartas de las heroínas constan de 21 misivas. Las primeras catorce están escritas por heroínas mitológicas y dirigidas a sus amantes ausentes, la quince se supone escrita por Safo y dirigida a Faón; y las restantes están escritas por personajes masculinos con la respectiva respuesta de la amada (Aconcio a Cipide/ Cipide a Aconcio, Paris a Helena/Helena a Paris, Leandro a Hero/Hero a Leandro). Debido a esta variación en las últimas misivas que dan voz a personajes masculinos, existe la hipótesis de que quizá se trate de una segunda parte o de una obra distinta (Ramírez de Verger XVII).

lunes, 21 de octubre de 2013

memoria es destino (no. 71)

Uno de los grandes dilemas acerca del devenir humano tiene que ver con la idea del “destino”. Pensar en el destino implica especular acerca de si existe o no un plan determinado de antemano para cada individuo, o si será verdad que la sucesión de decisiones tomadas a lo largo de la vida son las que lo van forjando. Tomo como ejemplo el siguiente cuento popular, citado en la versión de Liz Greene en Destino y astrología:

“Érase una vez un joven que vivía en Isfahan y que se dedicaba a servir a un rico mercader. Una mañana, muy temprano, el joven cabalgó hasta el mercado, y en su galope tintineaban en el cofre las monedas con las que debía comprar carne, frutas y vino, pero al llegar a la plaza del mercado vio a la Muerte haciéndole una señal como si quisiera hablarle. Aterrorizado dio la vuelta a su caballo y salió huyendo, tomando el camino hacia Samara. Al anochecer, exhausto y sucio, llegó a una posada y con el dinero del mercader pagó una habitación y se desplomó sobre la cama fatigado y al mismo tiempo aliviado porque creía haber engañado a la Muerte. A media noche golpearon la puerta de la habitación y ahí estaba la Muerte, sonriendo afablemente. ‘¿Cómo es que estás aquí?’, preguntó el joven pálido y tembloroso: ‘Esta mañana te he visto en la plaza del mercado de Isfahan’. Y la Muerte replicó: ‘Porque he ido a buscarte, como está escrito. Al verte esta mañana en la plaza del mercado de Isfahan he intentado decirte que tenía una cita contigo esta noche en Samara pero no has querido hablarme y te has marchado corriendo” (1).

Al leer esta paradójica historia quedan palpitando las interrogantes acerca del destino del joven y de su proceder, es decir, todos los “qué hubiera pasado si…” optaba por dirigirse a otro sitio, se detenía a dialogar con la Muerte, sencillamente permanecía en Isfahan, etc. Quizá sean éstos los cuestionamientos que uno mismo se hace cuando se encuentra en determinadas encrucijadas, o al final de una serie de sucesos no del todo explicables en términos lógicos y racionales.
            Si nos remontamos a la Antigüedad griega, veremos que Moira era el término empleado para referirse al destino y se encontraba representado por una figura triple, femenina, encargada de administrar la justicia. Liz Greene cita la caracterización del orden en el que operan las Moiras propuesta por F. M. Cornford: “Los dioses tienen sus esferas de competencia, designadas, impersonalmente, por Laquesis o por las Moiras. Desde sus inicios el mundo fue considerado como el reino del Destino y de la Ley. La Necesidad y la Justicia se encuentran reunidas en esta noción primaria de Orden, una noción que la religión griega representaba como un principio elemental e inexplicable” (24). Este principio atiende a una noción de Naturaleza en su sentido más profundo, es decir, a la apreciación del ordenamiento y el equilibrio que rigen el funcionamiento del cosmos y del cual el ser humano es parte.
            Atender a esta lógica en la disposición del Universo y la Naturaleza implicaba para el individuo no sólo participar de dicho orden, sino respetarlo y ser consecuente con él. Por eso, señala Greene, el papel de las Moiras era administrar la Justicia, restablecer el orden cuando el hombre lo corrompía incurriendo en la peor falta, denominada hubris, y que implicaba la ostentación de “arrogancia, vitalidad, nobleza, heroísmo, falta de humildad ante los dioses y la inevitabilidad de un trágico final” (24-25). Siguiendo estas implicaciones de hubris podemos recordar cómo los finales más terribles de la mitología griega atendían a la transgresión inicial de un personaje que, atentando contra el equilibrio inherente a la Naturaleza o el Universo, se condenaba a sí mismo y a todos sus descendientes de generación en generación. Desde esta perspectiva, los actos de un personaje podían llevarlo a la ruina y a todos los que a él/ella estuvieran vinculados por la sangre; de ahí el gran peso que tenían las relaciones entre padres, hijos, hermanos/as, etc.
            La triple figura de las Moiras representa las tres fases de la luna, como las fases de la vida, pero también la participación de cada una de ellas en la labor de hilar el destino. En el Tarot mítico de Liz Greene y Juliet Sharman-Burke, el Arcano mayor de la Rueda de la Fortuna está representado precisamente por las Moiras, “hijas de la Madre Noche (Nyx) y […] concebidas sin padre. Cloto era la que hilaba, Laquesis la que medía y Atropos, cuyo nombre quiere decir ‘la que no se puede evitar’, la que cortaba. Las tres Parcas urdían el hilo de una vida humana en la oscuridad secreta de su cueva, y su trabajo no lo podía hacer ningún dios, ni siquiera el gran Zeus. Una vez que se urdía el destino de un individuo, eso era irrevocable, y no podía ser alterado, y la longitud y la vida y el tiempo de la muerte eran la parte y el lote del cupo que las Moiras adjudicaban” (70-71).
            Aunque por momentos uno sea capaz de percibir ciertos destellos de sentido en el curso de la propia vida, el destino permanece como el Arcano más inquietante, tanto en su faceta de porvenir, como en todos aquellos actos o circunstancias pasados que afectan y determinan nuestro presente. Una de las encomiendas más ominosas de la memoria es, cuando se da el caso o la necesidad, la de traer de vuelta y reorganizar esos momentos clave que se suceden hasta conformar nuestra situación actual. Ya no se trata de articular una identidad, un quiénes somos para presentar frente a los otros, sino de intentar explicarnos a través del recuerdo cómo es que fuimos a parar en este sitio, en este tiempo y de esta forma.
            A veces como mera intuición, otras como una certeza que se sabe inexplicable, los textos que conforman “Jardín de infancia”[1] de Esther Seligson (1941-2010) se ven atravesados por las dudas acerca del destino de quien narra y de los otros personajes con quienes guarda relaciones consanguíneas: padre, madre, hijos, nietas. La sangre llama pero también repele, incita al amor lo mismo que al ultraje, es herencia y es destino. Precedidos por el no menos revelador epígrafe de Diálogos con Leucó de Cesare Pavese, “¿y qué cosa es el recuerdo sino pasión repetida?”, los ocho textos de “Jardín de infancia” se presentan como un arduo ejercicio memorístico que va de atrás hacia adelante en el tiempo que abarcan cuatro generaciones signadas por una nostalgia cuyo origen se desconoce, por el exilio geográfico y simbólico, por el suicidio, pero también por una voluntad inquebrantable de aprehender la vida y dejar cuenta de ella.
            Recordar la infancia del padre, judío severo exiliado en México, es la consigna que rige “Evocaciones”. La voz narradora, la de la hija que se dirige a esa segunda persona que es el padre ausente, intenta a través de sus propios recuerdos y, sobre todo, de su imaginación, recrear los primeros años de esa figura misteriosa que es su progenitor, sólo para concluir: “a veces pienso que si, en vez de ser tu hija, hubiera sido tu hijo, me habrías confiado muchas otras cosas, tus sueños, tus deseos, tus temores […]” (Seligson 109). Esta visión sencilla de un pasado junto al mar, inventado por la hija, se complementa con el siguiente texto, titulado “Errantes”, y en el que el canto del padre al afeitarse es el que ahora la llevará a una serie de revelaciones en relación con su destino. El canto, en contraste con los constantes silencios del personaje del padre, representa para la hija todo una carga de sentidos signados por sucesos del pasado: “Nunca me habló de su mundo propio, pero recibí sus silencios y, en el canto, sus temores a la muerte, las agonías de los que no escaparon al Holocausto y las de aquellos que sí escaparon y que se murmuraban al oído unos a otros en las reuniones familiares […] y rememoran y rememoran cual si no hubiese transcurrido el tiempo” (Seligson 110). La memoria es portavoz de la comunidad, aunque se transmita secretamente; para la niña que observa y narra, este mundo prevalece ajeno y entrañable a un mismo tiempo: en su calidad de menor, no puede compartir con el mundo de los adultos esa conservación de la memoria, pero sabe en el fondo que ahí se encuentra una clave de su propia historia: “[…] a veces yo me cuelo justamente para atrapar las entonaciones que surcaron mi infancia, y por ver si alguna de ellas me explica, nítida, el por qué persiste, inconmovible y tenaz, en mi cuerpo la memoria, memoria sin imágenes, de ese dolor solidario y viejo que aprendí cuando oía cantar a mi padre y que él aprendió de su abuelo y éste de su bisabuelo y así hasta el origen del primer hombre que cantó su exilio, su primer trastierro” (Seligson 111).
            Si en estos dos textos la figura del padre y la contundencia de su pasado sobre el presente de la hija están dados en la fuerza de sus silencios y su monótono canto en lo cotidiano, en “Herencia” veremos, precisamente, el terrible legado de la madre, el que se advierte cuando se observa de frente a la mujer de la provenimos y se le percibe como un reflejo deleznable. La mujer que ahora narra esta suerte de confesión encuentra una hoja ya amarilla por el paso del tiempo, en la que su madre ha transcrito y subrayado con rojo una descripción bastante negativa de la figura materna, pues en ella nota todos los defectos, errores e insuficiencias que también reconoce en sí misma. Tres generaciones reconocen esta repulsión por la madre, en la medida que descubren que de ahí proviene lo peor que hay en las hijas. Lo más curioso es que no se trata sólo de un legado trasmitido a las mujeres, sino que al final del texto la mujer que narra se confiesa a sí misma:
“Yo imploré parir sólo varones para no prolongar esa sombra de luna en el cuerpo de ellos […] Pero igual me equivoqué, pues sus cuerpos llevan la herida de otro modo, como la vergüenza de un delirio lejano, de un éxtasis de sumisión que les borró el rostro, y acaso también lo cercenó, en el arrobamiento de un sacrificio impuro, Ménade o Hécate, máscara idéntica, no obstante, en la misma avidez de sangre y convulsión, asolador cortejo de quimeras que teñirán con su negrura el pozo de nuestras pesadillas, tanto más oscuras cuanto mayor haya sido el deseo por engendrar al vástago indefenso: y no habrá expiación posible para ese amor…” (Seligson 113).
            En contraste con las facetas oscuras del destino familiar reveladas a través del padre, la madre y los hijos, en “Luciérnagas en Nueva York” habrá una especie de esperanza renovada en la vida de la nieta. Las descripciones de los espacios y los tiempos, son un vaivén entre pasados y futuros llenos de deseos y promesas, un constante sorprenderse ante las cosas cotidianas y sencillas de la vida cuando se la mira a través de quien las descubre por vez primera. “En cuanto crezcas te contaré cómo, cuando tú naciste, el jardín se llenaba al atardecer de luciérnagas, y un gato pardo en el escalón más alto de la escalerilla carcomida las miraba, con los ojos totalmente abiertos, encenderse una a una en un juego de parpadeos entre las hojas de los árboles y al ras del matojo que se extiende salvaje por el suelo” (Seligson 117). Los recuerdos oscuros del pasado más remoto de los padres se ven aquí suplantados por una memoria a futuro, por la conciencia de quien sabe que el presente será también un recuerdo, tan significativo como uno pueda dotarlo de sentidos: “De alguna manera tu crecimiento guarda una relación secreta con la existencia inefable de aquellas plantas, las luciérnagas, el gato y la escritura que se va entretejiendo para, algún día, entregarte la remembranza de este rincón donde naciste, un lunes, antes de que cayera la noche, en los inicios del verano” (Seligson 118).
            A pesar de que aquí predomina la volición de crear recuerdos luminosos, también está la conciencia del peso de la sangre y su herencia inevitable, en este caso, encarnada en el destierro, en el destino de provenir de una familia de eternos exiliados y, por lo tanto, ser también uno más. Aún siendo muy pequeña, la pregunta queda flotando en torno a la niña: “cangrejito temeroso de perder la caparazón, ¿acaso no sabes que ya naciste trasterrado, que ya llevas, como tu padre, la casa a cuestas y los pies en todas las ciudades?” (Seligson 120).
            Una síntesis de estos encuentros con cada personaje de la familia está dado en “Retornos”. Mediante el recurso, una vez más, de la imaginación, la mujer que ahora narra se sitúa en el tiempo que pudo haber sido con el fin de recrear un modo distinto de relacionarse con esas figuras tan determinantes en su vida. Siguiendo una especie de estribillo inicial, cada parte del texto se construye con base en un tipo de reencarnaciones bastante peculiar: “Si tornara a vivir de nuevo, me gustaría encontrar a mi madre y ser las dos un par de amigas jóvenes […] Si tornara a vivir de nuevo, me gustaría ser el hermano gemelo de mi padre […] Si tornara a vivir de nuevo, me gustaría ser una de mis nietas, que me cuente las historias que conté y me contaron, abrir desmesuradamente los ojos, oídos y memoria […]”. Cada vida imaginada apela a la posibilidad de enmendar el pasado, tal vez cortando ese destino oscuro vertido sobre la familia quién sabe desde cuándo, o tal vez sólo conociendo más profundamente a esas figuras y mediante ese conocimiento llegar a comprender, al menos un poco, su destino.
            Como en el caso del joven de Isfahan, nunca sabremos si la nota trágica en el destino de estos personajes atendía a un plan determinado o a sus decisiones, si en sus intentos por escapar de la Muerte llegaron puntualmente a la cita con ella porque no había más remedio. Lo que sí llegamos a saber, al menos parcialmente, es que a lo largo de sus historias, a través de las generaciones, se mueven los hilos de una lógica compleja, fascinante y entrañable, a ratos muy semejante a la vida. En este caso, recordar es ir articulando el itinerario de un camino ya recorrido, de un destino lleno de nostalgias y tristezas, pero también esperanzador.
            No resisto cerrar con una frase de Francisco Tario citada por Seligson en “Luciérnagas en Nueva York”: “La vida es la mejor obra literaria que ha caído en mis manos” (121).



Bibliografía

Greene, Liz. Astrología y destino. Trad. David González. Barcelona: Obelisco, 1996.
_________ y Juliet Sharman-Burke. El tarot mítico. Una nueva vía a las cartas del tarot. Trad. Felicitas Di Fidio. Madrid: EDAF, 2005.
Seligson, Esther. “Jardín de infancia” en Toda la luz. México: FCE, 2006.
_____________. Hebras. México: Ediciones Sin Nombre, 1996.
_____________. Toda la luz. Ediciones Sin Nombre. 2002.
_____________. Jardín de infancia. México: Ediciones Sin Nombre, 2004.

Imagen: "Las Parcas" de Giovanni A. Bazzi.




[1] Siete de los ocho textos que conforman Jardín de infancia fueron publicados en 1996 en el libro titulado Hebras (Ediciones sin nombre). Posteriormente, en 2004, la misma editora publicó Jardín de infancia. En 2006, Esther Seligson reúne buena parte de su narrativa hasta entonces publicada bajo el título de Toda la luz (FCE), cuya primera parte se titula “Jardín de infancia” (la segunda lleva el mismo título de toda la compilación) e incluye cinco apartados: “Otros son los sueños”, “Hebras”, “Travesías”, “Jardín de infancia” e “Isomorfismos”. Para este texto me baso en “Jardín de infancia” incluido en Toda la luz

lunes, 7 de octubre de 2013

fotografía desenfocada. parte I. (no. 70)

La llama es un mundo para el solitario
G. Bachelard

Al hablar de los sueños inspirados por la llama de una vela, Gastón Bachelard establece una relación estrecha entre el sueño y el resplandor, como un paréntesis donde el tiempo se profundiza y “las imágenes y los recuerdos vuelven a unirse”, donde quien sueña “conoce la fusión entre la imaginación y la memoria” y cuyo sueño, finalmente, se convierte en una “copiosa multiplicidad” (21). La memoria recrea, reconstruye y sobre todo, inventa.
            En La memoria, la inventora, Néstor A. Brausntein apela a una caracterización de la memoria muy semejante a la de Bachelard y que también se encuentra hermanada con el universo de lo onírico. “La memoria –apunta Braunstein– no es una capacidad mimética que permite copiar o reproducir una experiencia anterior; no es una recuperación objetiva del pasado sino su reconstrucción diegética, la aventura novedosa de contar oralmente o por escrito una vivencia cuyo referente sería un episodio ausente o re-presentado” (30). Y lo mismo sucede con los sueños, ya que estos son únicamente “el recuerdo de un sueño, agujereado por el olvido y retapizado por la imaginación” (26).
            En la segunda década del siglo XX, el grupo de los Contemporáneos surge en el panorama de la literatura mexicana con un espíritu de renovación que encontró en las estrategias de la memoria un recurso para oponerse a la meticulosidad de la prosa realista que se había concentrado en reproducir imágenes lo más fieles posibles a la realidad, en describir detalladamente espacios, actitudes y personajes que llegarían a convertirse en tipos, en ceñir a la realidad dentro de los límites de una novela que ya no podía cumplir con las exigencias de una época contradictoria, ambivalente y en constante cambio.
            Ya lo apuntaba Torres Bodet en sus “Reflexiones sobre la novela”: “Las obras producidas bajo el imperio del positivismo ortodoxo pudieron ser bellas. No les neguemos nuestra admiración; neguémosles nuestra obediencia” (16), y es en esa negación donde habría de configurarse la propuesta de lo que la novela moderna debía ser, esto es, una novela que “nos hiciera morir por asfixia de la realidad, por sustitución de su atmósfera a la nuestra […] el menor soplo de vida hace fracasar el intento y caemos, pesadamente, esclavos de la gravedad reconquistada, al suelo de lo conocido” (Torres Bodet 21).
            La visión abarcadora del narrador en tercera persona, la excesiva puntualidad en las descripciones de afán objetivista, el seguimiento cronológico de personajes y sucesos, empieza a ser entonces sustituido por la exploración de la narrativa como un espacio regido por el tiempo puro, propicio para el desenvolvimiento de los recuerdos y la ensoñación, para la recreación del instante, la evocación a partir de un yo íntimo que diera cuenta de sus impresiones y la transformación de un lenguaje que, en términos de Vicente Quirarte, propiciara “la metamorfosis de la física de las acciones en la metafísica de las sensaciones” (VIII). El mismo Xavier Villaurrutia se refiere a la narrativa como ese arte “líneal, dibujístico, cuyo campo es el recuerdo y cuyo material es la memoria”, y en el que “cien páginas pueden dar cuenta de lo que al protagonista le ha sucedido en un abrir y cerrar de ojos” (Sheridan 249-250). Aquí, la descripción meticulosa y detallada ya no operaría como medio para hacer efectiva una pretendida copia de la realidad, sino para crear una imagen personal a través de la palabra y sus múltiples posibilidades de sentido. Por eso no es gratuita la similitud entre la producción narrativa y la producción poética de los Contemporáneos, ni tampoco el hecho de que “el signo más evidente, más externo de esta idea de la prosa, [sea] la importancia de la máquina metafórica ya no como un ingrediente sino como la energía impulsiva misma del texto” (Sheridan 250).
            El empleo de la metáfora propició el desarrollo de una prosa más susceptible de dar cabida a la expresión lírica del narrador en una tendencia al subjetivismo. La narración empieza a emitirse desde un yo que busca “crearse a sí mismo en el relato” (Sheridan 250), a través de la evocación, el ensueño y la reconfiguración de lo recordado, dejando de lado la anécdota de los sucesos protagonizados por un personaje ajeno a la voz enunciante. Aunque esta forma narrativa parece remitir a la autobiografía, se trata más bien de la creación de un yo lírico muy semejante al de la poesía, a través del cual se pone de manifiesto una asimilación de la realidad o, en palabras de Torres Bodet, una “realidad posterior que ha madurado ya toda en espíritu y que, apenas por momentos, está viciada de existencia tangible” (20); de ahí que el mismo autor reconozca “la fidelidad a la memoria” como máxima cualidad del novelista moderno en su trabajo descriptivo.
            A la par con ese subjetivismo, encontramos también diversos recursos propios de las vanguardias pictóricas y del arte cinematográfico, traducidas al ámbito literario. La estructura narrativa ahora imita las secuencias del cine, los espacios son descritos desde un punto de vista que semeja la perspectiva de una cámara, el tiempo se recorta y edita, se transforma y adecua al lenguaje propuesto por los filmes de las primeras décadas del siglo XX. Según Aurelio de los Reyes, este interés de los Contemporáneos por el cine como medio para redireccionar el camino de la narrativa en México, atendió a la fuerte influencia que ejercieron las vanguardias europeas en el país y a la presencia de Einsenstein en el mismo. Concretamente, La llama fría y Novela como nube de Gilberto Owen, Dama de corazones de Xavier Villaurrutia, Return Ticket de Salvador Novo y Margarita de niebla de Torres Bodet, son algunas de las obras en las que se emplean efectos característicos de la estética cinematográfica (De los Reyes 150). Si el cine estaba transformando el modo de percibir la realidad, la novela no podía quedarse atrás, le era necesario ajustar también su mirada y su forma de articular esas nuevas perspectivas.
            En el caso particular de Gilberto Owen, encontramos esa similitud entre poesía y prosa de la que hablaba Sheridan, para regirse por una estética que habría de prevalecer en toda su obra y que Juan Coronado resume en la idea de que la propuesta de Owen fue la de comprobar que no hay límites entre prosa y poesía, de tal forma que “lo mismo su prosa es poética que su poesía, prosaica” (13). En este sentido, tanto La llama fría como Novela como nube, participan de la configuración de un yo lírico a través del cual el tiempo narrativo es transformado en un presente continuo donde los recuerdos de adolescencia o infancia se fusionan en un solo momento ambiguo, al mismo tiempo que siguen la línea de una temporalidad mítica, remota. En “Gilberto Owen, las retorsiones del discurso amoroso”, Pedro Ángel Palou destaca esta “descronologización” del tiempo en la prosa oweniana como una de sus mayores virtudes para crear una instancia narrativa adecuada a la multiplicidad de sentidos presente en el predominio de la imagen metafórica a lo largo de todo el discurso.       
            En el caso de la narrativa de Owen, la simultaneidad tiene lugar al conjugar en un mismo espacio multiplicidad de temporalidades, lo cual da lugar a la noción de tiempo puro que señalaba Villaurrutia, y a la que aquí nos hemos referido como un presente continuo que, a partir de una sucesión de imágenes, intenta presentar todos los tiempos que confluyen en la memoria del narrador. Es en la presencia de estas imágenes que podemos advertir la influencia del cine y la pintura en Owen.
            Dada a conocer en 1925 en El universal ilustrado, La llama fría fue la primera novela lírica publicada por uno de los Contemporáneos, y es un claro ejemplo de cómo la ensoñación y la memoria son convocados en un ejercicio de creación en el que se desdibujan las fronteras entre sueño y realidad, entre pasado, presente y recuerdo inventado, entre discurso prosaico y enunciación lírica. En esta novela breve, el mito y el recuerdo se verán entrelazados en un discurso lírico que, a través de varias secuencias, habrán de dejarnos al final con una imagen imprecisa, desenfocada, de la experiencia del personaje que regresa a su pueblo y advierte que ya nada permanece igual; como apunta De los Reyes, al final en el personaje narrador se manifiesta “la incompatibilidad de vivir con un recuerdo” (157).
            En mi siguiente colaboración plantearé un recorrido más detallado por las secuencias que conforman La llama fría, atendiendo a los matices del sueño, la percepción y la memoria que dan lugar a este “gran sueño narrativo” de Gilberto Owen.




Bibliografía
Bachelard, Gaston. La llama de una vela. México: Universidad Autónoma de Puebla, 1975.
Braunstein, Néstor A. La memoria, la inventora. México: Siglo XXI, 2008.
Coronado, Juan. Presentación. De la poesía a la prosa en el mismo viaje. Por Gilberto Owen. Sel. Juan Coronado. México: CONACULTA, 1990.
De los Reyes, Aurelio. “Aproximación de los contemporáneos al cine”. Los contemporáneos en el laberinto de la crítica. Ed. Rafael Olea Franco y Anthony Stanton. México: El Colegio de México, 1994. 149-171.
Owen, Gilberto. “La llama fría”. De la poesía a la prosa en el mismo viaje. Sel. Juan Coronado. México: CONACULTA, 1990.
Palou, Pedro Ángel. “Gilberto Owen, las retorsiones del discurso amoroso”. Solario No. 5 Junio- Agosto 2005. 28 de diciembre de 2008.
Quirarte, Vicente. Introducción. Novela como nube. Por Gilberto Owen. México: UNAM, 2004.
Sheridan, Guillermo. Los contemporáneos ayer. México: FCE, 1993.

Torres Bodet, Jaime. Contemporáneos. La crítica literaria en México. México: UNAM, 1987.

Imagen: "El paseo" (1917). Marc Chagall.