Los recuerdos, como las plantas, se dan
en algunas tierras pero se deterioran y
desaparecen en otras.
Michel
Tournier
A la pregunta más elemental de qué es un
libro, Italo Calvino responde: “un libro (creo yo) es algo con un principio y
un fin (aunque no sea una novela en sentido estricto), es un espacio donde el
lector ha de entrar, dar vueltas, quizás perderse, pero encontrando en cierto
momento una salida, o tal vez varias salidas, la posibilidad de dar con un
camino para salir” (4). Esto lo dice en la nota preliminar de un libro que es
justamente un espacio donde perderse entre las innumerables sendas que lo
conforman, una especie de laberinto entrañable en el que, como lectores,
podemos perdernos y encontrarnos una y otra vez sin cansancio y sin repetir el
camino: Las ciudades invisibles.
Si
bien el punto de partida es histórico (una suerte de diálogo en que Marco Polo
narra sus viajes al Gran Khan), el libro de Calvino no se atiene a los sitios
visitados por el navegante, sino que apela a otro tipo de espacios y a las
razones que han llevado a los hombres a habitar las ciudades del modo en que lo
han hecho. “Las ciudades –dice Calvino– son un conjunto de muchas cosas:
memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican
todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo
de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos” (6).
Por eso las ciudades de Calvino pueden ser tristes o felices, abstractas o
concretas, pueden ser sitios de memoria, de muerte, de signos, de olvidos;
reflejos de un sentido extraviado o conjeturas de lo que nunca fue; las hay
colgantes, acuáticas, cristalinas, arácnidas, aéreas e incluso alguna a la que
sólo puedes observar si la tomas por sorpresa.
La
organización de estas ciudades en el libro atiende a una intercalación de
series según la naturaleza de cada ciudad, así como el nombre de cada serie se
corresponde con el elemento o la cualidad que rija dicha naturaleza. Estas
ciudades (denominadas todas con nombres de mujer), se agrupan pues en series
como la de “las ciudades y los signos”, “las ciudades y el deseo”, “las
ciudades y los muertos”, “las ciudades sutiles”, “las ciudades escondidas”,
“las ciudades continuas”, etc. Más allá de la serie a la que pertenezcan, las
ciudades dialogan entre sí, pues resulta inevitable hallar ecos o
reminiscencias de las unas en las otras aunque pertenezcan a series distintas,
como si en el curso de la lectura uno fuera adentrándose en una colmena de
espacios ajenos pero al mismo tiempo, extrañamente, familiares.
Entrar,
dar vueltas, perderse y al final hallar una o múltiples salidas es una de las
formas de acceder a Las ciudades
invisibles, pero también lo es apelar al modo como nos relacionamos con el
mundo del pasado (o de los recuerdos inventados) a través de la memoria. No es
gratuito que en las dos primeras partes del libro de Calvino predominen los
textos correspondientes, precisamente, a “Las ciudades y la memoria”, ni que en
ellos se encuentren algunos de los principales mecanismos memorísticos con los
que solemos “traer de vuelta” las cosas del pasado.
Diomira,
Isadora, Zaira, Zora y Maurilia son ciudades, en apariencia, comunes y
corrientes. Sin embargo, en las descripciones de Marco Polo, de pronto surge
algo en ellas que las transforma en algo extraordinario, en la posibilidad de
una nostalgia, en la evocación de un pasado definitivamente mejor, en una
estrategia para cultivar un arte memorístico o en la común confusión entre lo
que uno recuerda y lo que se parece a esos recuerdos. Otra peculiaridad de
estas ciudades es que sólo las conocemos a través de la mirada del viajero que
las describe, es decir, son espacios abiertos a la mirada fascinada de quien
las descubre por primera vez y así tendemos también, como lectores, a asomarnos
a ellas, con la fascinación por la arquitectura de estas ciudades que de
repente revela su ser extraordinario.
Por
ejemplo, Diomira podría pasar por una ciudad como cualquiera con cúpulas,
estatuas, calles, un teatro, una torre, salvo por el hecho de que todos estos
elementos son de plata, bronce, estaño, oro, cristal. Lo curioso en ella no
deriva, sin embargo, de estas bellezas sino de llegar a ella en el momento
preciso, pues “quien llega una noche de septiembre, cuando los días se acortan
y las lámparas multicolores se encienden todas juntas sobre las puertas de las
freiduras, y desde una terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, se pone a envidiar
a los que ahora creen haber vivido ya una noche igual a ésta y haber sido
aquella vez felices” (9). La magia de Diomira reside en que, en su conjunto, es
una ciudad en la que se sintetiza la felicidad quienes creen haber sido
felices, a pesar de que esto despierte la envidia de quienes la visitan por
primera vez.
A
diferencia de Diomira, Isadora es la ciudad surgida del deseo, pero es también
la del deseo arrasado por el paso del tiempo, ese que al final del camino, no es
más que un vago y nostálgico recuerdo. Isadora nace cuando al viajero “le
acomete el deseo de ciudad”, entonces llega a ella, una ciudad “donde los
palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracoles marinos, donde se
fabrican según las reglas del arte catalejos y violines, donde cuando el
forastero está indeciso entre dos mujeres, encuentra siempre una tercera, donde
las riñas de gallos degeneran en peleas sangrientas entre los apostadores” (9).
Isadora toma pues la forma de una ciudad con estas características puesto que
así fue deseada por el viajante, se convierte en la ciudad de sus sueños. El
único inconveniente de Isadora es la hora de llegada, pues le puede suceder
como al viajero que en un principio la imaginó: “la ciudad soñada lo contenía
joven; a Isadora llega a avanzada edad. En la plaza está la pequeña pared de
los viejos que miran pasar la juventud; el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos son ya recuerdos” (10).
Algo
de esta faceta apesadumbrada de la memoria guarda también la ciudad de
Maurilia. Al llegar a ella, los habitantes invitan al extranjero a conocer la
ciudad haciendo una comparativa entre la ciudad “real” y las tarjetas postales
de antaño en las que se advierte una Maurilia más bien provinciana. No importa que
la imagen vieja despierte más simpatías que la nueva metrópoli, uno debe de
cuidarse de no expresar tales pareceres a los habitantes. Tampoco es necesario
señalar que a veces, como con los recuerdos, uno suplanta identidades y toma
por una cosa lo que ciertamente fue otra, pues sucede con las ciudades lo mismo
que con las personas: a aquel nombre recordado se le idealiza la persona que lo
llevaba, sin reconocer hasta qué punto era así o así se le inventó en la
memoria personal. Tal es el caso de Maurilia y aunque sus habitantes insistan
en comparar el pasado impreso en las viejas postales y el presente de la
metrópoli, sucede que no existe relación entre ellas, pues “las viejas postales
no representan a Maurilia como era, sino a otra ciudad que por casualidad se
llamaba Maurilia como ésta” (18).
Las
ciudades de Zaira y Zora guardan esa estrechísima y fascinante relación que
antaño sirvió de base a las primeras artes memorísticas: la del espacio con la
memoria. De oratoria de
Cicerón, el Ad Herennium de autor
anónimo y el Institutio oratorio de
Quintiliano, constituyen los tres textos latinos tomados como las fuentes
clásicas del arte de la memoria, según apunta Frances A. Yates en The Art of Memory. En estos tres textos
y en posteriores estrategias mnemotécnicas para oradores, las relaciones que se
lograban establecer entre el espacio y el discurso a emitir, eran
fundamentales. Una vez explorado el sitio donde habría de pronunciar su
discurso, el orador debía fijar ciertos loci
o lugares con pasajes específicos; así, al observar esos loci la memoria traería a la mente las palabras, ideas, sentidos,
etc., asociados con tales espacios. A través de las imágenes de esta
arquitectura dibujada en la memoria, el orador sería capaz de evocar las
palabras, pues cada imagen había sido previamente construida como un
“simulacro” de lo que se quería decir. En este sentido es que Yates describe
esta mnemotecnia como una “escritura interna” en la que los espacios semejaban
las tablillas de cera o papiros; las imágenes, las letras; el ordenamiento de
dichas imágenes, la escritura; y la evocación, la lectura (Yates 6-7).
El
caso de Zora es representativo de estas artes memorísticas. No sólo se trata de
una “ciudad que quien la ha visto una vez no puede olvidarla más” (12), sino
que esta cualidad permite tomar a la ciudad como una especie de entramado
espacial que sirva como base para recordar otro tipo de informaciones. “Esta ciudad
que no se borra de la mente es como una armazón o una retícula en cuyas casillas
cada uno puede disponer las cosas que quiere recordar: nombres de varones ilustres,
virtudes, números, clasificaciones vegetales y minerales, fechas de batallas, constelaciones,
partes del discurso. Entre cada noción y cada punto del itinerario podrá
establecer un nexo de afinidad o de contraste que sirva de llamada instantánea a
la memoria. De modo que los hombres más sabios del mundo son aquellos que conocen
Zora de memoria” (12). El caso de Zora es también emblemático por su triste
destino: como todas las cosas que no cambian o se regeneran y que por cualquier
motivo se encuentren obligadas a permanecer idénticas a sí mismas, se
extinguió. El viajero que fue en su búsqueda lo narra así: “Pero inútilmente he
partido de viaje para visitar la ciudad: obligada a permanecer inmóvil e igual
a sí misma para ser recordada mejor, Zora languideció, se deshizo y
desapareció. La Tierra la ha olvidado” (12).
Asunto
un poco menos desafortunado es la ciudad de Zaira. Lo importante en ella es
reconocer no tanto de qué sino cómo se encuentra edificada, es decir,
identificar que se trata de una ciudad hecha de las correspondencias entre los
acontecimientos de su pasado y sus dimensiones espaciales y que leer esa
arquitectura significa decodificar una memoria que se expande y sintetiza. “La
ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en
los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de
las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas,
surcado a su vez cada segmento por raspaduras, muescas, incisiones, cañonazos”
(12). Describir Zaira en el presente implicaría describir todo su pasado, pues
de eso se encuentra hecho cada rincón suyo, lo cual resulta por demás imposible.
Marco Polo aventuró unas cuantas características de esta ciudad no condenada al
olvido y la muerte, pero sí a la repetición irremediable de su propio pasado.
A
pesar de sus tintes mágicos, adentrarse en estas ciudades equivale a subsumirse
en la lógica también de nuestra propia memoria, a perderse, dar vueltas,
encontrarse y hallar, de vez en vez, alguna posible salida. Implica también
asumir que, como las plantas, las ciudades invisibles y nuestros recuerdos se
deterioran y mueren según el sitio donde los pongamos.
Bibliografía
Calvino, Italo. Las ciudades invisibles. Edición digital:
http://www.ddooss.org/libros/ciudades_invisibles_Italo_Calvino.pdf
Yates, Frances A. The Art of Memory. USA; Canadá:
Routledge, 1999.