La
verdad es que hasta ahora nada te he dicho de Xalapa, porque para decir Xalapa
hay que decir incontables horas de música y madrugadas, decir un paisaje de
montañas que no alcanza con nombrar el Pico de Orizaba ni el Cofre de Perote,
hay que decir neblina como se dice un beso tartamudo anudado para siempre en la
garganta. Pero, sobre todo, para decir Xalapa, es necesario hablar de un
pueblo, de su ternura de gallos de azotea con su majestad plumaria entre
tinacos, del saludo de las flores en los mercados y la voz antigua de los
pregoneros, tendría que hablar de la risilla ligera del pan caliente en los
hornos de leña y la brisa del café recién tostado en las tardes de frío. Tendría
que matizar el paisaje de los lagos, pues también hay noches en que la bruma se
desplaza como susurrando por encima del agua y lo hace de una forma tan
misteriosa que sólo faltaría ver aparecer la barca de Caronte –que por fortuna
nunca llega–. Y a veces también, cuando la noche es clara, si te asomas al agua
y miras con cuidado y devoción, podrías encontrarte en el fondo alguna
estrella. Tendría, pues, que decirte tantas y tantas cosas simples, tan de a
diario, que tú me preguntarías para qué y yo no tendría respuesta. Lo que sí te
voy a decir es que, para quien llega así de ajena como yo, Xalapa guarda una
rincón y una bienvenida, un espacio diminuto de fidelidad. Xalapa, en resumen es
un pueblo, y como diría Pavese: “Un pueblo se necesita, aunque sólo sea por el
gusto de abandonarlo. Un pueblo, quiere decir no estar solo, saber que en las gentes,
en las plantas, en la tierra, hay algo nuestro y, a pesar de que uno se marcha
de allí, siempre nos aguarda”.