miércoles, 22 de septiembre de 2010

los nombres de la pasión (no. 50)


He oído decir que uno escribe para curarse los monstruos, para sacarlos y aniquilarlos una vez vertidos sobre el papel. Sé que hay quienes escriben para no olvidar o para adornar sus recuerdos con trazos fantásticos de nostalgia. Hay quienes aseguran la existencia de un fin catártico en cada página y en las historias que de ahí nacen; así como también hay muchos a quienes la escritura se les impone como una especie de maldición que secretamente se disfruta y de la que no se pueden, ni quieren, librar jamás.
Sé que, por otro lado, están los que escriben para hacer alarde de mil recursos verbales que explotan y resplandecen, tan efímeros como vacíos; pero no me importan mucho. Me importan los que aman a las palabras y cuyas vidas dependen del tortuoso, indecente e intrincado camino que la relación amorosa con ellas les ha dispuesto. Últimamente me importan más los que aman con la palabra y a partir de ella le ponen nombres a su pasión.
El sólo título del libro me atrapó de inmediato aunque no por seductor, sino por incongruente o pretencioso: Breve tratado de la pasión con una selección de textos y prólogo de Alberto Manguel. Cómo se trata la pasión, qué se supone que implica un tratado de algo tan volátil, cómo se hace de la pasión algo breve…
El prólogo comenzaba con una anécdota curiosa sobre una abogada que demandó a uno de sus colegas por acoso sexual y presentó como evidencia una bolsa cargada con más de ochocientas cartas de amor que el hombre le había escrito en un lapso apenas mayor al año y medio. La respuesta del procurador ante dicha prueba fue: “Me sorprende que con tanto ardor, el bolso no se haya consumido solo”. A partir de ahí, una serie de reflexiones sobre la condición del enamoramiento y los efectos terribles que tiene sobre quienes lo padecen -en especial cuando tal condición los lleva a escribir- venía a justificar la selección de textos que conformaba el libro. El énfasis estaba puesto en esa relación tan particular entre destinador y destinatario cuando se trata de un poema o una carta de amor. Qué es lo que nos lleva a querer explicar con palabras ese desasosiego inherente al deseo. Cómo hacer que cada lugar común signifique algo de verdad para quien habrá de leernos. Cómo decir que la vida se nos va con la sola evocación del nombre de la persona amada sin quedarnos completamente indefensos, frágiles, serviles y sin otra voluntad que no sea para solicitar su presencia.
Seguí con la lectura de cartas y poemas, más con morbo que con afán de llegar a compartir siquiera esas expresiones de pasión. Poco a poco, los nombres familiares me empezaron a envolver, a apretar sobre todo, como si el largo brazo de una boa se dispusiera a triturar mis huesos para engullirme de un bocado. No sé por qué la idealización de ciertas figuras viene siempre acompañada de una absoluta negación de las manifestaciones más comunes del enamoramiento. No he oído de nadie que admire al amante que suplica por un poco de cariño, ni tampoco al que se “humilla” en nombre del amor, ni mucho menos al que padece engaños, ausencias y desplantes a cambio de una sola muestra de reciprocidad amorosa. Incluso a veces la ternura nos llega con indicios de caducidad y un “te quiero” con olores rancios o habiendo perdido su sabor. Quizás por todo esto me sentí estrujada al ver renovados los nombres de la pasión en las palabras de los “héroes” clásicos, al conmoverme con las frases más sencillas pero rebosantes de un verdadero deseo. Ahí estaba Chéjov besando con palabras a su amada, su “pequeño garabato” y Balzac a su “precioso animalillo”; Isadora Duncan enviándole a Gordon Craig su “corazón rebosante sólo con el menos original y más anticuado género de amor”; Paul Celan prometiendo una cercanía tal con la amada que, en el instante de la coincidencia, sería capaz de “inaugurar el tiempo”; Zelda Fitzgerald afirmando que estar sin Scott era “como pedir clemencia a una tormenta o matar la Belleza o hacerse viejo”; Napoleón Bonaparte suplicando a su Josefina que no le enviara ningún beso puesto que le “queman la sangre”; Dylan Thomas expandiendo su amor “para toda la vida de un animal loco y grande como un elefante” y con la certeza de que veía y amaba a Caitlin MacNamara “en cada minúscula cosa de este mundo, dormido o despierto”… Estaban también los juegos de Neruda, su abandono de niño amoroso, siempre amando, y las estupendas preguntas de Auden respecto al amor: ¿Puede hacer muecas extraordinarias?/ ¿Se suele marear en el columpio?/ […] ¿Cree que el patriotismo es suficiente?/ […] Cuando llegue, ¿llegará sin previo aviso/ mientras me esté hurgando la nariz?/ ¿Derribará mi puerta de buena mañana,/ o me pisará el pie en el autobús?/ ¿Vendrá como un cambio de tiempo?/ ¿Será su saludo tosco o cortés?/ ¿Alterará mi vida por completo?...
Los nombres iban y venían entrelazados con las palabras más tiernas, más obvias o sencillas, pero cargados de una vehemencia que sólo reconoce el que ha sido quemado con ese fuego. Admito que la más grande sorpresa fue Borges escribiéndole a Estela: “sé que seremos felices juntos (felices deslizándonos y a veces sin palabras y gloriosamente tontos), y ya siento el dolor corporal de estar separado de ti por ríos, por ciudades, por matas de hierba, por circunstancias, por los días y las noches […] luego comprendo que toda felicidad es ilusoria no estando tú a mi lado”… No era sólo Borges. Era un hombre que concluía su carta reconociéndose también en la sorpresa de la pasión: “Tuyo con el fervor de siempre y con una asombrada valentía, Georgie”.
Pensaba en todas las palabras escritas en medio de esa vehemencia que suele acompañar al enamoramiento. Pensé en cómo para muchos el tiempo desaparece o se dilata, se disloca alterando el orden completo de las cosas. Recordé entonces la idea de que en las sociedades arcaicas la repetición de los rituales atendía a una lógica fuera del tiempo lineal y cronológico. Más bien, el ritual tenía lugar en el tiempo del origen cósmico y por eso procuraba el contacto genuino con los dioses. Quizás entonces lo que nos salva, aunque sea de manera provisional, sean todos esos nombres que le hemos puesto a la pasión y que nos empeñamos en repetir cada día y cada noche, en sueños, en cartas o de frente; quizás el hecho de seguir diciendo “te amo” y aventurarnos a dejar la constancia escrita no sea más que una forma de volver al origen de la pasión y, por qué no, de estar también en contacto con lo divino.

Manguel Alberto (Selecc. y prólog.). Breve tratado de la pasión. México: Lumen, 2008.
Imagen: "La despedida", Remedios Varo.

jueves, 16 de septiembre de 2010

del "corazón del pueblo" a la épica sordera (no. 49)


No creo que todo pasado haya sido mejor. Más bien creo que no podemos dejar de sucumbir ante las seducciones de la memoria que todo lo matiza, adereza, pule y acomoda para que al acudir a los recuerdos nos sintamos como en casa (y digo casa en su más amplia acepción, como espacio confortable, seguro y propio, el que cada quien se construye en torno a sí mismo o a otros). En lo que sí creo es en la urgente necesidad de conocer e intentar comprender el pasado y cuáles han sido los caminos y tropiezos que nos han traído hasta aquí. Debo decir que amo el presente con todos los nombres, máscaras y vacíos que lo conforman, pero eso no me impide echar un vistazo atrás –desde luego sesgado, quizás un poco estrábico y miope- para ver si no habré errado el camino o perdido algo en mi tránsito por él.
Hubo un tiempo en que los pueblos empezaron a fundar sus ciudades en torno a un espacio sagrado. La veneración entonces recaía sobre aquellas deidades que les proveían de alimento. Había ciclos vitales que determinaban los periodos de siembra y cosecha, en que los seres humanos estrechaban su relación con la naturaleza y la perpetuaban con la celebración de ritos cargados del simbolismo propio de cada cosmogonía.
La relación entre el ser humano y la tierra destinada a albergar el núcleo de una sociedad se volvió poderosa y entrañable. No sólo se trataba de marcar un territorio que distinguiera entre lo propio y lo ajeno, sino que además era el sitio al cual uno pertenecía por herencia, por nacimiento, por derecho, por la sola circunstancia de ser hijo de esa tierra. En los pueblos mesoamericanos este sitio se llamó altépetl y representaba, más allá del vínculo territorio-organización social, el “corazón del pueblo”: un espacio destinado a conservar la vida, donde cada latido resguarda y anima lo más significativo, la herencia, los ritos, la religión, el lenguaje, los símbolos, las tradiciones, en síntesis, lo más sagrado de un pueblo, su patria. Dice Enrique Florescano que este “corazón del pueblo” era representado por el glifo de una montaña o cerro cuyo interior se encontraba rebosante de un agua fértil, dadora generosa de vida, guardada en el secreto de la tierra.
A partir de la Conquista las representaciones del “corazón del pueblo”/patria habrían de estar regidas por una estética europea decorada con ciertos elementos americanos. Y aunque por su raíz latina la palabra patria implica la noción de paternidad, la constante en esa multiplicidad de imágenes que han dado rostro y cuerpo a la patria es que siempre ha tenido cualidades femeninas, con todos los gestos favorables y desfavorables que esto implica.
El recorrido que hace Florescano en Imágenes de la patria nos lleva, desde las concepciones más universales de la Diosa Madre, hasta el “águila mocha” que Vicente Fox mutiló para hacer su logo de la presidencia de la república en el 2000. En medio de ambos extremos los rostros de la patria pasan de lo solemne a lo complejo, de la incomprensión a la tergiversación crítica. Tanto la india bizarra semidesnuda, a veces salvaje y otras simplemente exótica, como la virgen María habrían de ocupar sitios privilegiados durante la Colonia y aun durante el México independiente. Hacia el siglo XIX el águila, la corona de olivos y la cinta tricolor ya habían ocupado un espacio mucho más legítimo que el de la mera ornamentación, estilizándose hacia una alegoría de la recién nacida república mexicana. A la par con este intento de darle un rostro definitivo, propio y efectivo al “corazón del pueblo” que se intentaba reanimar y echar a andar solito, surgen también las críticas más lúcidas ante el fracaso de dicho intento: una mujer que representa a la patria pretende equilibrarse sobre la cuerda floja mientras sostiene unas pesas que dicen “empréstitos” y un par de burócratas tensan la cuerda; otra patria vestida de mujer, tambaleante, que camina entre los presidentes conservadores de México, quienes la están apaleando sin clemencia; un águila desplumada, se diría que sarnosa y agonizante, parada sobre un cangrejo…
Sé que parte del poder de los símbolos reside justamente en su carácter numinoso. Si convenimos con Ricoeur en que “en el universo sagrado, la capacidad para hablar se funda en la capacidad del cosmos para significar” y del hombre para identificarse a sí mismo en su relación con el cosmos, veremos que nuestros símbolos patrios a lo largo de los años han mantenido, en mayor o menor medida, evidentemente o no, parte de ese carácter sagrado, genuino y entrañable: algo de ese latido prístino del “corazón del pueblo”.
Decía que amo el presente, aunque se me parezca un miembro engangrenado que amenaza con pudrir al resto. Creo que por eso el desfile de ayer no hizo más que evidenciar que el corazón de este país está dejando de latir y de guardar el significado profundo que lo define como pueblo; ya porque no sabe cuál es, ya porque el devenir más inmediato le exige insertarse en una dinámica de lucha de poderes donde no hay un solo rincón para albergar la conciencia de que somos seres humanos, habitando en sociedad, en un mundo que por naturaleza y hasta hace unos años había sido ampliamente generoso.
Debo confesar que me sorprendieron –en el peor sentido de la palabra- los juegos pirotécnicos, la tecnología, la coincidencia de cantantes y artistas tan diversos, el cinismo de Felipe Calderón, el derroche tan aberrante de recursos, la disneyficación de la historia y los mitos y, en especial, la respuesta de la gente ante tamaña espectacularidad.
Creo que hasta ayer no había tenido un ejemplo tan claro de cómo se hace efectiva la idea de que al pueblo “pan y circo”, aunque nos dejaron, claro está, sólo con un circo que cumplió muy bien la empresa de presentar las nuevas representaciones de la patria: tan huecas y opacas que necesitan líneas fosforescentes que definan sus rasgos, acróbatas que las recreen y locutores de televisa y tv azteca que las expliquen.
Me es inevitable evocar a López Velarde. Sólo que ahora nos gritan con épica sordera que la patria no tiene nada de impecable y que lo diamantino, no es por la dureza inquebrantable del diamante, sino por su brillo más bien frívolo, superficial y pasajero.
Mérida, Yuc.
16 de septiembre 2010.