1.
En El libro salvaje Juan Villoro propone
una idea con la que estoy completamente de acuerdo: en voz del despistado y
libresco tío Tito, afirma que los libros son los que escogen a sus lectores y
no los lectores quienes eligen los libros que habrán de leer. En esta
proposición entra en juego lo que solemos llamar coincidencias afortunadas o
simples –a veces muy extrañas– coincidencias. En la aventura emprendida por el
protagonista (Juan), esta idea se complementa con el mágico matiz del amor, las
complejas relaciones filiales, el poder de las historias narradas en los
libros, el poder del lector y el supuesto (algo descabellado pero en el que
también creo a fuerza de haberlo comprobado en repetidas ocasiones) de que los
libros se mueven y cambian de lugar por sí solos de acuerdo con la elección de
su siguiente lector.
2.
Largo
proceso de mudanza.
Día 1.
Colecta de cajas de cartón lo suficientemente fuertes como para albergar un
promedio de dos mil y tantos libros según mis últimos cálculos.
Día 2.
Extenuante trabajo de reforzamiento de cajas con cinta canela y selección de
los primeros ejemplares que serán empacados.
Noche
del día 2 hacia la mañana del día 3. Larga meditación silente sobre los
criterios de selección para el orden en que los libros serán almacenados en las
cajas: ¿los que nunca me atreví a leer seguidos de los que no leeré en los
próximos años o los que ya leí y no pienso repetir o los que no evidencian
ningún sentido práctico para los próximos meses de mi vida seguidos de los que
nunca supe por qué compré?
3.
Desde
el librero de madera rústica destinado a albergar libros en gran formato y
volúmenes sobre teatro, destaca un lomo azul cielo con letras blancas. No es de
gran formato ni tampoco versa precisamente sobre cuestiones de arte dramático.
Llegó ahí por sí solo, colocándose justo en la línea donde mi vista se posa
cuando se desvía para mirar la nada. Además de haber cambiado de lugar (me es
imposible recordar dónde estaba antes), brilla con una lucecita muy particular,
ajena a los repentinos cambios de voltaje de este viejo edificio.
4.
“El
mundo que se revelaba en el libro y el libro mismo no debían separarse bajo
ningún concepto. De modo que, con cada libro, también estaban plenamente allí,
al alcance de la mano, su contenido y su mundo. De la misma manera, aquel contenido
y aquel mundo transfiguraban cada una de las partes del libro. Ardían en su
interior, resplandecían en él; no estaban simplemente situados en su
encuadernación o en sus ilustraciones, sino que se englobaban en la cornisa y
en la mayúscula con que comenzaba cada capítulo, en sus párrafos y en sus
columnas. Uno no leía los libros de un tirón, sino que los habitaba, se quedaba
prendido entre sus líneas y, al volver a abrirlos después de una pausa, uno se
encontraba por sorpresa en el punto donde se había detenido.” (Manguel 29-30)
5.
Día 4.
Descanso.
Día 5.
Fuertemente afectada por la lectura de El
libro salvaje me propongo articular un criterio de selección semejante al que
rige las secciones de la biblioteca del tío Tito: “Perros chicos”, “Quesos que
apestan pero deleitan”, “El tigre de Bengala”, “Mapas del mundo antiguo”, “Los
dientes de las abuelas”, “Espadas, cuchillos y lanzas”, “Átomos tontos”, “Motores
que no hacen ruido”, “Jugo de naranja”, “Cosas que parecen ratón”, “Libros
negros”, “Cómo salir del laberinto”, “La mermelada no es dinero”, “Flores
carnívoras”, “El pescador y su anzuelo”, “Accidentes de aviación”, “Cohetes que
no regresaron”, “Exploradores que nunca se fueron”, “La significación del
silencio”, “Fútbol de ataque”, “1001 salsas de espagueti”, “Cómo gobernar sin
ser presidente”. (Villoro 42-43).
Al
final del día advierto, con cierto desencanto, que los volúmenes que me rodean
no guardan, ni remotamente, semejanza alguna con los tópicos que llenan los
estantes y el piso de la biblioteca del tío Tito.
6.
El
libro azul cielo con letras blancas me obliga a abrirlo y me seduce al
instante:
Leer para vivir
Gustave
Flaubert
“Carta
a Mlle de Chantepie”,
junio
de 1857
7.
Día 6.
La premura de resolver cuanto antes el asunto de la mudanza me hace desechar
cualquier intento de selección que no sea el relativo al tamaño y al peso de
cada libro. Las cajas se empiezan a llenar por igual con volúmenes de historia,
teatro, cuento, teoría, crónica, poesía, novelas, antologías, diccionarios,
revistas… Lo único capaz de detenerme en el camino de empacar el siguiente
libro es que a ese libro en tránsito del librero a la caja se le ocurra
elegirme como lector en este justo momento.
8.
Los
días destinados a la mudanza se me distraen con la lectura de ese magnífico
libro azul de letras blancas: Una
historia de la lectura de Alberto Manguel. Como las coincidencias más
afortunadas, es una lectura que desconcierta, hace reír, recordar y reflexionar
acerca de asuntos en los que uno antes no había pensado; la fascinación que
produce es semejante a la de los juegos, los laberintos y, claro, a la de la
lectura misma.
Lo
mejor es que es un libro en que se conjugan mágicamente las tres cosas.
9.
Día 8.
Las cajas se llenan dejando grandes vacíos en los libreros y las paredes. La
ausencia de los libros llena la casa, poco a poco, con un sutil eco, como si
todas las palabras en ellos contenidas se repitieran a sí mismas en este
inevitable proceso de dejar de habitar este lugar.
Quizá ellos
también, a su manera, acostumbran despedirse.
10.
Una historia de la lectura es una
historia de mudanzas y despedidas atravesada siempre por esa devoción hacia el
desciframiento de la palabra escrita. Es anecdotario y viajero en el tiempo,
que lo mismo trae a cuento el dato preciso que la simpática narración de antiguas
costumbres lectoras y escriturales. Es recuperación del papel del lector, del
autor, del traductor, del maestro, del escriba, del inquisidor. Es memoria y es
reencuentro con otros lectores ávidos e incansables que, a pesar de cualquier
cosa e incluso de la peor de las catástrofes, “tratan de seguir adelante,
enfrentándose a obstáculos evidentes; están afirmando el derecho de todos a
preguntar; están intentando encontrar, una vez más –entre las ruinas, en medio
de esa asombrosa percepción que la lectura a veces concede–una manera lúcida de
entender.” (Manguel 488).
11.
Día 9.
Sobreviven unas cuantas repisas que se resisten a ser incorporadas a las cajas.
Les he dado tregua ocupándome en una meticulosa taxonomía de los utensilios de
cocina: los que son para regalar, los que participarán de la mudanza, los que
aún no decido cuál será su destino, los que alguna vez llegaron a esta casa
como resultado de la mudanza de un ser humano muy querido, aquellos cuyo origen
es un absoluto e inextricable misterio, aquellos cuya utilidad es, igualmente,
misterio hermético. De esta actividad deduzco que el universo del utensilio de
cocina debe regirse por leyes semejantes a las del libro sólo que, para mí,
mucho menos sugerentes.
Cuando
me canso de las cajas, el polvo, la cocina y las categorías de las cosas, me
refugio en los tres libros que me han elegido en este juego laberíntico que
puede llegar a ser una mudanza: Una
historia de la lectura, El libro
salvaje y El diablo sobre las colinas
del tristísimo Cesare Pavese y del cual, precisamente por ser tan
tristísimo, no he podido decir una sola palabra.
12.
Me
acerco a las últimas páginas de Una
historia de la lectura con algo de impaciencia pero también con nostalgia.
Quiero saber cómo termina este asunto sin querer que concluya nunca. El autor y
el libro me escuchan y, después de todas estas páginas, yo creo que me han
llegado a conocer un poco. Han visto el desastre en torno mío y se han librado
apenas del polvo que nos cerca. “El último pliego” se abre sobre la mesa
planteando las posibilidades de lo imposible: las historias jamás escritas, las
nunca leídas, el deseo del autor de leer y escribir Una historia de la lectura, cuyo probable contenido (que no es el
que hemos devorado a lo largo de quinientas páginas) nos va más o menos narrando
con el mismo desorden que al final guardan mis cajas de cartón llenas de libros.
Un par de páginas más de ese último pliego y todo estará dicho… Pero no. El
tomo azul cielo de letras blancas vuelve a brillar apelando al hipertexto, a
las posibilidades infinitas de lectura que es capaz de ofrecer un libro así, pues
cada sección es intercambiable, resignificable y reinterpretable por sí misma.
Lo mismo sucede con Una historia de la
lectura, tanto la que tengo en mis manos como la que el autor imagina, pues
a modo de consuelo ha dejado unas cuantas páginas en blanco para que el lector
agregue, corrija, comente, divague e invente lo que le plazca. Mis expectativas
no se cumplen, la nostalgia por el libro terminado no llega, pues “Me imagino
dejando el libro junto a la cama, me imagino abriéndolo esta noche, o mañana
por la noche, o la noche siguiente, y diciendo para mis adentros: <>” (508).
Manguel,
Alberto. Una historia de la lectura.
México: Almadía, 2011.
Villoro,
Juan. El libro salvaje. México: FCE,
2012.