sábado, 26 de septiembre de 2015

algo para decir (no. 81)



Para algunos es la maestría en el lenguaje, para otros el suspenso del principio hasta el final, para muchos la resolución contundente, la vuelta de tuerca, tal vez, en las últimas páginas de una historia; para otros la metáfora explosiva. Para mí, lo más poderoso, lo más sugerente, lo profundamente genuino en un texto reside en que quien escriba tenga algo para decir. Tal vez por eso transito por las páginas de ciertas historias con una fascinación casi perturbadora, porque advierto en ellas el pulso de algo muy vivo que alguien puso ahí para que los lectores nos estremeciéramos al saber que eso existe y tiene un sentido.
            He llegado a pensar que la raíz de los cuestionamientos más comunes sobre la escritura nace de todo aquello que uno, como lector, encuentra en el texto de fascinante. Y de ahí las preguntas: ¿cómo iniciarse en el ejercicio escritural?, ¿qué se aconseja al novel escritor?, ¿cómo organizar una historia?, ¿qué imágenes y estrategias utilizar para impactar al lector o, por lo menos, llegar a él?, ¿qué se necesita, en síntesis, para escribir? Como hay escritores habrá respuestas, y aún muchas más. Por hoy, convengo plenamente con las de Leila Guerriero (Argentina, 1967) en Zona de obras (Anagrama, 2015).
            Aunque los textos que conforman este libro hayan sido leídos y publicados en diversos foros y medios a lo largo de los últimos años, es posible advertir en ellos la constancia y la congruencia de quien sabe por qué escribe y reconoce que no hay un único modo de hacerlo. Su mejor respuesta es que no hay una definitiva, sino un largo y sinuoso camino por recorrer a solas para ir descubriendo eso que es necesario para escribir. Así, lo que Guerriero hace en estos textos es compartir tanto sus hallazgos personales como las implicaciones de vida inherentes al oficio.
Muchas veces el detonante de la reflexión es una pregunta o consigna: hablar sobre el periodismo cultural, sobre el trabajo del escritor, sobre el modo de articular un escrito; otras, es el recuerdo de infancia, los libros propios y ajenos, el viaje, el contacto con los otros, lo que da pie a pensar en la escritura. Decía antes que con Guerriero no hay fórmulas ni métodos, pero lo que sí hay son hallazgos recurrentes, ciertas huellas impresas con mayor fuerza que las otras y entre las que figuran, desde luego, un modo de decir las cosas, la búsqueda de un estilo narrativo no precisamente correcto ni mucho menos previsible, sino uno que logre captar y transmitir el carácter de un personaje, el detalle que ilumine la vida de una forma particular.
Pero detrás del estilo y el efecto tiene que haber un arduo trabajo de observación. “Digo mirar con carácter, digo contar un mundo, digo tratar de entender” (106), afirma la autora al cuestionarse sobre el auge de la crónica latinoamericana contemporánea y arrojar varias preguntas que no deberíamos dejar de hacer. La respuesta llega desde el ámbito de lo personal, pero no por eso con menos contundencia:
Yo no tengo respuestas para todas esas cosas pero puedo dar las que tengo para mí, que nunca son claras y que no siempre son las mismas. Yo diría, por mí, que en el qué y en el cómo intento –sin que me salga bien ni demasiado seguido- provocarme cierto grado, si se puede alto, de incomodidad. Yo diría, por mí, que hago lo que hago porque me gusta. Que hago lo que hago para saciar una curiosidad monstruosa. Y que hago lo que hago para tratar de entender.
Para entender cómo se vive sin pies ni manos ni cara encerrado en un hospital durante medio siglo por obra y gracia de una sociedad, de la que formo parte, que dictaminó que así es como se curan esas cosas.
Para entender cómo se mata lo que se acaba de parir por causa de, entre otras cosas una sociedad, de la que formo parte, que penaliza con ímpetu todas las variantes del aborto.
Para entender cómo alguien que podría pagar la vida de varias familias enteras vendiendo tan sólo sus camisas, no lo hace.
Para entender a pesar de mí.
Para entender sobre todo a pesar de mí.
Para entender, sí, hasta que duela (111).

Entender los móviles de la sociedad, sí, lo cual implica también comprender a los otros y forma parte de este mirar tratando de entender aunque duela y hasta que duela. Por eso, al hablar sobre periodismo cultural, sobre el trabajo del cronista, Guerriero apela ante todo a una necesidad de mostrarle al lector universos desconocidos que, de ningún modo, lo dejen en la indiferencia; de hacerlo yendo más allá del adjetivo perfecto o del efectismo vacío, de hacerlo despojándose del vocabulario políticamente correcto para mirar las cosas a los ojos y llamarlas por su nombre.
Al final de la lectura de Zona de obras, es claro, no tenemos la respuesta de fachada impecable, sino el polvo y los escombros, la certeza de que seguimos y seguiremos en construcción, no como escritores ni lectores: como seres humanos. De Leila Guerriero nos quedan sus “tal vez” y sus “quizás”, un largo recorrido de anécdotas, dudas, vivencias, encuentros afortunados, días deslumbrantes y días aciagos. De ella y su trabajo también nos queda una, tal vez involuntaria, profesión de fe que se resume en la obligación de tener algo para decir:
La mano de autores que, con premeditación y absoluta alevosía, para bien, para mal y para todo lo contrario, escanciaron el adjetivo asqueroso junto a la palabra niño, dotaron a un cable de una cualidad furiosa, a unos cuantos cuadros de una voluntad demente, e hicieron toso eso no porque no tuvieran nada mejor que hacer, sino porque sintieron, dura como fuego, arrasadora, la fe, la profunda fe en que tenían algo para decir.
            Y quizá de eso, y de ninguna otra cosa, se trata todo esto: de estar enfermos de esa fe y de buscar, desesperadamente, tanto en la paz como en la zozobra, las frases que puedan transformarla en estremecimiento.
[…] Yo siempre estaré buscando, como un tigre cebado, como un lobo en la noche, los rastros de esa fe, las huellas de ese estremecimiento.
En esa fe, y en ese estremecimiento, leo.
En esa fe, y en ese estremecimiento, escribo.
Y esa fe, y ese estremecimiento, son todo lo que tengo para decir (156-7).

Guerriero, Leila. Zona de obras. México: Anagrama, 2015.
Imagen: http://equivocos.com/tag/leila-guerriero/

lunes, 6 de abril de 2015

sobre el carácter infinito del libro (no. 80)



1.
En El libro salvaje Juan Villoro propone una idea con la que estoy completamente de acuerdo: en voz del despistado y libresco tío Tito, afirma que los libros son los que escogen a sus lectores y no los lectores quienes eligen los libros que habrán de leer. En esta proposición entra en juego lo que solemos llamar coincidencias afortunadas o simples –a veces muy extrañas– coincidencias. En la aventura emprendida por el protagonista (Juan), esta idea se complementa con el mágico matiz del amor, las complejas relaciones filiales, el poder de las historias narradas en los libros, el poder del lector y el supuesto (algo descabellado pero en el que también creo a fuerza de haberlo comprobado en repetidas ocasiones) de que los libros se mueven y cambian de lugar por sí solos de acuerdo con la elección de su siguiente lector.  

2.
Largo proceso de mudanza.
Día 1. Colecta de cajas de cartón lo suficientemente fuertes como para albergar un promedio de dos mil y tantos libros según mis últimos cálculos.
Día 2. Extenuante trabajo de reforzamiento de cajas con cinta canela y selección de los primeros ejemplares que serán empacados.
Noche del día 2 hacia la mañana del día 3. Larga meditación silente sobre los criterios de selección para el orden en que los libros serán almacenados en las cajas: ¿los que nunca me atreví a leer seguidos de los que no leeré en los próximos años o los que ya leí y no pienso repetir o los que no evidencian ningún sentido práctico para los próximos meses de mi vida seguidos de los que nunca supe por qué compré?

3.
Desde el librero de madera rústica destinado a albergar libros en gran formato y volúmenes sobre teatro, destaca un lomo azul cielo con letras blancas. No es de gran formato ni tampoco versa precisamente sobre cuestiones de arte dramático. Llegó ahí por sí solo, colocándose justo en la línea donde mi vista se posa cuando se desvía para mirar la nada. Además de haber cambiado de lugar (me es imposible recordar dónde estaba antes), brilla con una lucecita muy particular, ajena a los repentinos cambios de voltaje de este viejo edificio.

4.
“El mundo que se revelaba en el libro y el libro mismo no debían separarse bajo ningún concepto. De modo que, con cada libro, también estaban plenamente allí, al alcance de la mano, su contenido y su mundo. De la misma manera, aquel contenido y aquel mundo transfiguraban cada una de las partes del libro. Ardían en su interior, resplandecían en él; no estaban simplemente situados en su encuadernación o en sus ilustraciones, sino que se englobaban en la cornisa y en la mayúscula con que comenzaba cada capítulo, en sus párrafos y en sus columnas. Uno no leía los libros de un tirón, sino que los habitaba, se quedaba prendido entre sus líneas y, al volver a abrirlos después de una pausa, uno se encontraba por sorpresa en el punto donde se había detenido.” (Manguel 29-30)

5.
Día 4. Descanso.
Día 5. Fuertemente afectada por la lectura de El libro salvaje me propongo articular un criterio de selección semejante al que rige las secciones de la biblioteca del tío Tito: “Perros chicos”, “Quesos que apestan pero deleitan”, “El tigre de Bengala”, “Mapas del mundo antiguo”, “Los dientes de las abuelas”, “Espadas, cuchillos y lanzas”, “Átomos tontos”, “Motores que no hacen ruido”, “Jugo de naranja”, “Cosas que parecen ratón”, “Libros negros”, “Cómo salir del laberinto”, “La mermelada no es dinero”, “Flores carnívoras”, “El pescador y su anzuelo”, “Accidentes de aviación”, “Cohetes que no regresaron”, “Exploradores que nunca se fueron”, “La significación del silencio”, “Fútbol de ataque”, “1001 salsas de espagueti”, “Cómo gobernar sin ser presidente”. (Villoro 42-43).
Al final del día advierto, con cierto desencanto, que los volúmenes que me rodean no guardan, ni remotamente, semejanza alguna con los tópicos que llenan los estantes y el piso de la biblioteca del tío Tito.

6.
El libro azul cielo con letras blancas me obliga a abrirlo y me seduce al instante:
Leer para vivir
Gustave Flaubert
“Carta a Mlle de Chantepie”,
junio de 1857

7.
Día 6. La premura de resolver cuanto antes el asunto de la mudanza me hace desechar cualquier intento de selección que no sea el relativo al tamaño y al peso de cada libro. Las cajas se empiezan a llenar por igual con volúmenes de historia, teatro, cuento, teoría, crónica, poesía, novelas, antologías, diccionarios, revistas… Lo único capaz de detenerme en el camino de empacar el siguiente libro es que a ese libro en tránsito del librero a la caja se le ocurra elegirme como lector en este justo momento.

8.
Los días destinados a la mudanza se me distraen con la lectura de ese magnífico libro azul de letras blancas: Una historia de la lectura de Alberto Manguel. Como las coincidencias más afortunadas, es una lectura que desconcierta, hace reír, recordar y reflexionar acerca de asuntos en los que uno antes no había pensado; la fascinación que produce es semejante a la de los juegos, los laberintos y, claro, a la de la lectura misma.
Lo mejor es que es un libro en que se conjugan mágicamente las tres cosas.

9.
Día 8. Las cajas se llenan dejando grandes vacíos en los libreros y las paredes. La ausencia de los libros llena la casa, poco a poco, con un sutil eco, como si todas las palabras en ellos contenidas se repitieran a sí mismas en este inevitable proceso de dejar de habitar este lugar.
Quizá ellos también, a su manera, acostumbran despedirse.

10.
Una historia de la lectura es una historia de mudanzas y despedidas atravesada siempre por esa devoción hacia el desciframiento de la palabra escrita. Es anecdotario y viajero en el tiempo, que lo mismo trae a cuento el dato preciso que la simpática narración de antiguas costumbres lectoras y escriturales. Es recuperación del papel del lector, del autor, del traductor, del maestro, del escriba, del inquisidor. Es memoria y es reencuentro con otros lectores ávidos e incansables que, a pesar de cualquier cosa e incluso de la peor de las catástrofes, “tratan de seguir adelante, enfrentándose a obstáculos evidentes; están afirmando el derecho de todos a preguntar; están intentando encontrar, una vez más –entre las ruinas, en medio de esa asombrosa percepción que la lectura a veces concede–una manera lúcida de entender.” (Manguel 488).

11.
Día 9. Sobreviven unas cuantas repisas que se resisten a ser incorporadas a las cajas. Les he dado tregua ocupándome en una meticulosa taxonomía de los utensilios de cocina: los que son para regalar, los que participarán de la mudanza, los que aún no decido cuál será su destino, los que alguna vez llegaron a esta casa como resultado de la mudanza de un ser humano muy querido, aquellos cuyo origen es un absoluto e inextricable misterio, aquellos cuya utilidad es, igualmente, misterio hermético. De esta actividad deduzco que el universo del utensilio de cocina debe regirse por leyes semejantes a las del libro sólo que, para mí, mucho menos sugerentes.
Cuando me canso de las cajas, el polvo, la cocina y las categorías de las cosas, me refugio en los tres libros que me han elegido en este juego laberíntico que puede llegar a ser una mudanza: Una historia de la lectura, El libro salvaje y El diablo sobre las colinas del tristísimo Cesare Pavese y del cual, precisamente por ser tan tristísimo, no he podido decir una sola palabra.

12.
Me acerco a las últimas páginas de Una historia de la lectura con algo de impaciencia pero también con nostalgia. Quiero saber cómo termina este asunto sin querer que concluya nunca. El autor y el libro me escuchan y, después de todas estas páginas, yo creo que me han llegado a conocer un poco. Han visto el desastre en torno mío y se han librado apenas del polvo que nos cerca. “El último pliego” se abre sobre la mesa planteando las posibilidades de lo imposible: las historias jamás escritas, las nunca leídas, el deseo del autor de leer y escribir Una historia de la lectura, cuyo probable contenido (que no es el que hemos devorado a lo largo de quinientas páginas) nos va más o menos narrando con el mismo desorden que al final guardan mis cajas de cartón llenas de libros. Un par de páginas más de ese último pliego y todo estará dicho… Pero no. El tomo azul cielo de letras blancas vuelve a brillar apelando al hipertexto, a las posibilidades infinitas de lectura que es capaz de ofrecer un libro así, pues cada sección es intercambiable, resignificable y reinterpretable por sí misma. Lo mismo sucede con Una historia de la lectura, tanto la que tengo en mis manos como la que el autor imagina, pues a modo de consuelo ha dejado unas cuantas páginas en blanco para que el lector agregue, corrija, comente, divague e invente lo que le plazca. Mis expectativas no se cumplen, la nostalgia por el libro terminado no llega, pues “Me imagino dejando el libro junto a la cama, me imagino abriéndolo esta noche, o mañana por la noche, o la noche siguiente, y diciendo para mis adentros: <>” (508).

Manguel, Alberto. Una historia de la lectura. México: Almadía, 2011.
Villoro, Juan. El libro salvaje. México: FCE, 2012.

lunes, 9 de febrero de 2015

la escritura fantasma del destino (no. 79)



Por muy difícil que resulte para algunos creerlo, cada cosa que hacemos repercute y afecta a todo lo demás. Estamos unidos por lazos invisibles y no importa cuán lejanos nos encontremos los unos de los otros en el tiempo y el espacio, esos lazos no se rompen ni desaparecen. No se trata únicamente de vínculos consanguíneos o emocionales, sino de una infinita red de concatenaciones de actos, pensamientos, omisiones, discursos, creaciones, destrucciones y silencios. Aunque algunos les llamen simples coincidencias, tanto a nivel individual como a nivel de grupos más amplios (una sociedad, un país, un continente, el mismo género humano), estos vínculos articulan la Historia y las historias que conforman nuestro presente.
Queramos o no la pregunta queda siempre ahí: ¿qué hubiera pasado si en vez de hacer esto hubiera hecho lo otro, dónde estaría, con quién, cómo, seguiría vivo? Al modo de la noción de los “yos exfuturos” desarrollada por Héctor Abad Faciolince en Traiciones de la memoria a propósito del ejercicio escritural, en cada decisión tomada permanecen latentes aquellos otros “yos”, los otros destinos que hubieran sido pero no serán y, del mismo modo, los lazos que decidimos implícitamente no crear.
Pensar en estas cuestiones tiene quizás algo de ocioso y mucho de fabulador. Sin embargo, también nos obliga a tomar consciencia de todo lo que se ve afectado cuando tenemos que elegir entre un sí o un no. Escritos fantasmas (1999) de David Mitchell (Reino Unido, 1964) es una novela que, de manera magistral y entrañable, echa a andar la maquinaria que entrelaza con líneas invisibles la vida en el planeta. A lo largo de nueve historias en apariencia inconexas, Mitchell nos sumerge en las profundidades más recónditas y oscuras del género humano, pero también en las más luminosas y donde aún hay cabida para la esperanza. A semejanza de su celebrada Cloud Atlas, Escritos fantasmas teje con sutileza los entramados de los destinos que solemos atribuirle a la casualidad, pues otro tipo de explicaciones nos resultaría ridícula o descabellada.
Okinawa, Tokio, Hong Kong, Mongolia, San Petersburgo, Londres y Nueva York, son sólo algunos de los lugares donde sucede apenas un fragmento de vida que se prolonga e impacta a los personajes de las otras historias. No es necesario conocerse o hablar entre sí, pues el más mínimo acto, el más vago pensamiento, tienen un efecto en los demás. Así, aunque cada una de las nueve historias se encuentra perfectamente articulada y es suficiente por sí misma, no es sino hasta que se le mira a la luz de las demás que adquiere su dimensión más profunda; muy similar a lo que sucede con la propia vida.
Una mujer en el camino hacia la cima de una Montaña Sagrada en China, un locutor de radio neoyorkino, un joven dependiente de una tienda de discos en Tokio, un empresario inglés en Hong Kong, una mujer miembro de una banda de contrabandistas de arte en San Petersburgo, una científica irlandesa que regresa a su pequeño pueblo después de muchos años, un ser incorpóreo viajando de huésped en huésped por Mongolia… hombres, mujeres, seres, animales, árboles: la vida misma siendo vida y conectándose a fin de sobrevivir. Por esto cada historia es mucho más que la narración de un personaje en su individualidad, es más bien un poner en evidencia cómo nuestros actos, omisiones, odios, fanatismos, filias y fobias, expresiones de amor o espontaneidad determinan el curso de la vida de los otros y al mundo entero.
A veces pareciera que es una lucha contra el individualismo la que emprende Mitchell y tal vez sea así, sin embargo, no lo hace con la vocación moralista de quien se cree poseedor de una verdad, pues sabe que su estrategia es mucho más convincente y poderosa: es un gran contador de historias. Este afán, desde que el hombre es hombre, de contarse historias cobra vida en la novela para arrojarnos a la cara la absurda historia de la humanidad en el último siglo, nuestra devoción por la guerra y por el poder, las ideas seguidas ciegamente para aterrizar en lo más mezquino, la habilidad despiadada y al parecer inagotable para destruirnos; pero también para asumirnos como seres finitos que forman parten de un mismo todo. Las palabras del ser incorpóreo que viaja por Mongolia en busca de su origen resultan reveladoras a propósito de esto, y su conversión al “humanismo” es, al mismo tiempo, reconocimiento de la bajeza de los hombres y reiteración de que aún hay esperanza al elegir vivir como uno de ellos:
“No puedo hablar de mi conversión ciega al humanismo, simplemente porque no fue así como ocurrió. Durante la Revolución Cultural, y cuando transmigré a huéspedes en el Tíbet, en Vietnam, en Corea, en El Salvador, tuve experiencias con seres humanos en combate, por lo general desde la seguridad del despacho del general. En las Malvinas los vi luchar por unas cuantas rocas. Como decía un ex huésped, <>. En Río de Janeiro vi matar a un turista por robarle un reloj. Los humanos viven en una ciénaga de engaño, explotación, tortura y encarcelamiento. Como especie, están continuamente desperdiciando una parte de lo que podrían ser. Este desperdicio es puro veneno. Por eso he decidido dejar de causarles daño a mis huéspedes. Ya hay veneno de sobra” (184).
Aún no tengo muy en claro por qué se trata de “escritos fantasmas”, salvo por la obviedad de que en cada historia de algún modo interviene algún elemento/personaje más cercano a la fantasmagoría que a lo que llamamos realidad. Tal vez sea que las historias narradas, por su sutileza, por la casi invisibilidad de sus vínculos, sean eso: la escritura fantasma de nuestros destinos dedicada a contrarrestar el veneno y hacerle un poco de lugar a todo aquello que podríamos llegar a ser.


Abad Faciolince, Héctor. Traiciones de la memoria. México: Alfaguara, 2010.
Mitchell, David. Escritos fantasmas. Trad. Víctor V. Úbeda. Salamanca: Tropismos, 2005.