lunes, 4 de noviembre de 2013

ciudades como plantas (no. 73)



Los recuerdos, como las plantas, se dan
en algunas tierras pero se deterioran y
desaparecen en otras.
Michel Tournier

A la pregunta más elemental de qué es un libro, Italo Calvino responde: “un libro (creo yo) es algo con un principio y un fin (aunque no sea una novela en sentido estricto), es un espacio donde el lector ha de entrar, dar vueltas, quizás perderse, pero encontrando en cierto momento una salida, o tal vez varias salidas, la posibilidad de dar con un camino para salir” (4). Esto lo dice en la nota preliminar de un libro que es justamente un espacio donde perderse entre las innumerables sendas que lo conforman, una especie de laberinto entrañable en el que, como lectores, podemos perdernos y encontrarnos una y otra vez sin cansancio y sin repetir el camino: Las ciudades invisibles.
            Si bien el punto de partida es histórico (una suerte de diálogo en que Marco Polo narra sus viajes al Gran Khan), el libro de Calvino no se atiene a los sitios visitados por el navegante, sino que apela a otro tipo de espacios y a las razones que han llevado a los hombres a habitar las ciudades del modo en que lo han hecho. “Las ciudades –dice Calvino– son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos” (6). Por eso las ciudades de Calvino pueden ser tristes o felices, abstractas o concretas, pueden ser sitios de memoria, de muerte, de signos, de olvidos; reflejos de un sentido extraviado o conjeturas de lo que nunca fue; las hay colgantes, acuáticas, cristalinas, arácnidas, aéreas e incluso alguna a la que sólo puedes observar si la tomas por sorpresa.
            La organización de estas ciudades en el libro atiende a una intercalación de series según la naturaleza de cada ciudad, así como el nombre de cada serie se corresponde con el elemento o la cualidad que rija dicha naturaleza. Estas ciudades (denominadas todas con nombres de mujer), se agrupan pues en series como la de “las ciudades y los signos”, “las ciudades y el deseo”, “las ciudades y los muertos”, “las ciudades sutiles”, “las ciudades escondidas”, “las ciudades continuas”, etc. Más allá de la serie a la que pertenezcan, las ciudades dialogan entre sí, pues resulta inevitable hallar ecos o reminiscencias de las unas en las otras aunque pertenezcan a series distintas, como si en el curso de la lectura uno fuera adentrándose en una colmena de espacios ajenos pero al mismo tiempo, extrañamente, familiares.
            Entrar, dar vueltas, perderse y al final hallar una o múltiples salidas es una de las formas de acceder a Las ciudades invisibles, pero también lo es apelar al modo como nos relacionamos con el mundo del pasado (o de los recuerdos inventados) a través de la memoria. No es gratuito que en las dos primeras partes del libro de Calvino predominen los textos correspondientes, precisamente, a “Las ciudades y la memoria”, ni que en ellos se encuentren algunos de los principales mecanismos memorísticos con los que solemos “traer de vuelta” las cosas del pasado.
            Diomira, Isadora, Zaira, Zora y Maurilia son ciudades, en apariencia, comunes y corrientes. Sin embargo, en las descripciones de Marco Polo, de pronto surge algo en ellas que las transforma en algo extraordinario, en la posibilidad de una nostalgia, en la evocación de un pasado definitivamente mejor, en una estrategia para cultivar un arte memorístico o en la común confusión entre lo que uno recuerda y lo que se parece a esos recuerdos. Otra peculiaridad de estas ciudades es que sólo las conocemos a través de la mirada del viajero que las describe, es decir, son espacios abiertos a la mirada fascinada de quien las descubre por primera vez y así tendemos también, como lectores, a asomarnos a ellas, con la fascinación por la arquitectura de estas ciudades que de repente revela su ser extraordinario.
            Por ejemplo, Diomira podría pasar por una ciudad como cualquiera con cúpulas, estatuas, calles, un teatro, una torre, salvo por el hecho de que todos estos elementos son de plata, bronce, estaño, oro, cristal. Lo curioso en ella no deriva, sin embargo, de estas bellezas sino de llegar a ella en el momento preciso, pues “quien llega una noche de septiembre, cuando los días se acortan y las lámparas multicolores se encienden todas juntas sobre las puertas de las freiduras, y desde una terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, se pone a envidiar a los que ahora creen haber vivido ya una noche igual a ésta y haber sido aquella vez felices” (9). La magia de Diomira reside en que, en su conjunto, es una ciudad en la que se sintetiza la felicidad quienes creen haber sido felices, a pesar de que esto despierte la envidia de quienes la visitan por primera vez.
            A diferencia de Diomira, Isadora es la ciudad surgida del deseo, pero es también la del deseo arrasado por el paso del tiempo, ese que al final del camino, no es más que un vago y nostálgico recuerdo. Isadora nace cuando al viajero “le acomete el deseo de ciudad”, entonces llega a ella, una ciudad “donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracoles marinos, donde se fabrican según las reglas del arte catalejos y violines, donde cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres, encuentra siempre una tercera, donde las riñas de gallos degeneran en peleas sangrientas entre los apostadores” (9). Isadora toma pues la forma de una ciudad con estas características puesto que así fue deseada por el viajante, se convierte en la ciudad de sus sueños. El único inconveniente de Isadora es la hora de llegada, pues le puede suceder como al viajero que en un principio la imaginó: “la ciudad soñada lo contenía joven; a Isadora llega a avanzada edad. En la plaza está la pequeña pared de los viejos que miran pasar la juventud; el hombre está sentado en fila  con ellos. Los deseos son ya recuerdos” (10).
            Algo de esta faceta apesadumbrada de la memoria guarda también la ciudad de Maurilia. Al llegar a ella, los habitantes invitan al extranjero a conocer la ciudad haciendo una comparativa entre la ciudad “real” y las tarjetas postales de antaño en las que se advierte una Maurilia más bien provinciana. No importa que la imagen vieja despierte más simpatías que la nueva metrópoli, uno debe de cuidarse de no expresar tales pareceres a los habitantes. Tampoco es necesario señalar que a veces, como con los recuerdos, uno suplanta identidades y toma por una cosa lo que ciertamente fue otra, pues sucede con las ciudades lo mismo que con las personas: a aquel nombre recordado se le idealiza la persona que lo llevaba, sin reconocer hasta qué punto era así o así se le inventó en la memoria personal. Tal es el caso de Maurilia y aunque sus habitantes insistan en comparar el pasado impreso en las viejas postales y el presente de la metrópoli, sucede que no existe relación entre ellas, pues “las viejas postales no representan a Maurilia como era, sino a otra ciudad que por casualidad se llamaba Maurilia como ésta” (18).
            Las ciudades de Zaira y Zora guardan esa estrechísima y fascinante relación que antaño sirvió de base a las primeras artes memorísticas: la del espacio con la memoria. De oratoria de Cicerón, el Ad Herennium de autor anónimo y el Institutio oratorio de Quintiliano, constituyen los tres textos latinos tomados como las fuentes clásicas del arte de la memoria, según apunta Frances A. Yates en The Art of Memory. En estos tres textos y en posteriores estrategias mnemotécnicas para oradores, las relaciones que se lograban establecer entre el espacio y el discurso a emitir, eran fundamentales. Una vez explorado el sitio donde habría de pronunciar su discurso, el orador debía fijar ciertos loci o lugares con pasajes específicos; así, al observar esos loci la memoria traería a la mente las palabras, ideas, sentidos, etc., asociados con tales espacios. A través de las imágenes de esta arquitectura dibujada en la memoria, el orador sería capaz de evocar las palabras, pues cada imagen había sido previamente construida como un “simulacro” de lo que se quería decir. En este sentido es que Yates describe esta mnemotecnia como una “escritura interna” en la que los espacios semejaban las tablillas de cera o papiros; las imágenes, las letras; el ordenamiento de dichas imágenes, la escritura; y la evocación, la lectura (Yates 6-7).
            El caso de Zora es representativo de estas artes memorísticas. No sólo se trata de una “ciudad que quien la ha visto una vez no puede olvidarla más” (12), sino que esta cualidad permite tomar a la ciudad como una especie de entramado espacial que sirva como base para recordar otro tipo de informaciones. “Esta ciudad que no se borra de la mente es como una armazón o una retícula en cuyas casillas cada uno puede disponer las cosas que quiere recordar: nombres de varones ilustres, virtudes, números, clasificaciones vegetales y minerales, fechas de batallas, constelaciones, partes del discurso. Entre cada noción y cada punto del itinerario podrá establecer un nexo de afinidad o de contraste que sirva de llamada instantánea a la memoria. De modo que los hombres más sabios del mundo son aquellos que conocen Zora de memoria” (12). El caso de Zora es también emblemático por su triste destino: como todas las cosas que no cambian o se regeneran y que por cualquier motivo se encuentren obligadas a permanecer idénticas a sí mismas, se extinguió. El viajero que fue en su búsqueda lo narra así: “Pero inútilmente he partido de viaje para visitar la ciudad: obligada a permanecer inmóvil e igual a sí misma para ser recordada mejor, Zora languideció, se deshizo y desapareció. La Tierra la ha olvidado” (12).
            Asunto un poco menos desafortunado es la ciudad de Zaira. Lo importante en ella es reconocer no tanto de qué sino cómo se encuentra edificada, es decir, identificar que se trata de una ciudad hecha de las correspondencias entre los acontecimientos de su pasado y sus dimensiones espaciales y que leer esa arquitectura significa decodificar una memoria que se expande y sintetiza. “La ciudad no dice su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en los ángulos de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, surcado a su vez cada segmento por raspaduras, muescas, incisiones, cañonazos” (12). Describir Zaira en el presente implicaría describir todo su pasado, pues de eso se encuentra hecho cada rincón suyo, lo cual resulta por demás imposible. Marco Polo aventuró unas cuantas características de esta ciudad no condenada al olvido y la muerte, pero sí a la repetición irremediable de su propio pasado.
            A pesar de sus tintes mágicos, adentrarse en estas ciudades equivale a subsumirse en la lógica también de nuestra propia memoria, a perderse, dar vueltas, encontrarse y hallar, de vez en vez, alguna posible salida. Implica también asumir que, como las plantas, las ciudades invisibles y nuestros recuerdos se deterioran y mueren según el sitio donde los pongamos.

Bibliografía
Calvino, Italo. Las ciudades invisibles. Edición digital:
http://www.ddooss.org/libros/ciudades_invisibles_Italo_Calvino.pdf

Yates, Frances A. The Art of Memory. USA; Canadá: Routledge, 1999.