De los muchos puntos de donde puede surgir una novela, el que más me ha impresionado es la ira. Desde luego, no la ira ciega, arrebatada, del impulso visceral, sino la que se mete en el cuerpo en un momento indescriptible y va echando raíces durante muchos años, tal vez, para no morir nunca. Esa ira producto de la impotencia, de la injusticia, de la violencia extrema, de lo inexplicable que puede llegar a ser el hombre cuando atenta contra sí mismo y sus semejantes; una ira genuina, asumida a cabalidad: la ira fría de quien tiene razón pero en su inmediatez no le sirve de nada.
Enfrentarse a una historia como El cerebro de Kennedy de Henning Mankell, es atestiguar algunas de las muchas máscaras que suele adoptar la vileza humana. Conocerla a través de los personajes y la intriga urdida por el autor, es experimentar, en un punto incierto de la conciencia, un arrebato de ira inmóvil en el que sólo quedan flotando miles de preguntas y un desasosiego del que cuesta trabajo despertar.
El mundo, como hasta entonces lo había conocido la arqueóloga Louise Cantor, desaparece de súbito cuando llega a visitar a su único hijo, Henrik, y lo encuentra sin vida en su departamento. La obstinación por llegar a comprender esa muerte y lo que ella sospecha fue un asesinato, la llevan a seguir las pistas dispersas de un hijo al que, presiente, llegó a conocer muy poco. Entre Suiza, Barcelona, Madrid, Grecia, Australia y el África, Louise irá reuniendo las piezas de un rompecabezas que sólo a momentos aparenta adquirir sentido ante sus ojos, mientras algunos de los ámbitos más crueles y miserables de los hombres se le revelan inesperadamente.
La epidemia del SIDA, los experimentos con humanos, la manipulación de las posibles curas de la enfermedad, la vida como portador del virus, las infinitas posibilidades de contagio, la prostitución, la pobreza extrema, el racismo y la discriminación, toman sitio en la novela de forma paulatina pero no por eso menos contundente. Las rutas por las que Louise Cantor descubre los resquicios por donde se cuela la brutalidad de la epidemia, se ven marcadas por sus propias dudas e inseguridades, por su visión de madre, arqueóloga y mujer, lo mismo que por su carácter siempre alerta y el gran dolor inherente a la pérdida del hijo.
En todo momento, la novela mantiene el suspenso tanto de lo que ha pasado como de lo que está por suceder, aderezado con la presencia de sombras vigilantes, desapariciones y asesinatos que no requieren del escenario explícitamente sanguinario para conmocionar al lector y remover los espacios más recónditos de su conciencia. Todo lo contrario, la omisión de las especificaciones físicas de una muerte le devuelven a la vida el valor que en estos tiempos parecer haber perdido.
Como acostumbra Mankell, una vez concluida la novela inserta un breve colofón donde apela al estatuto de ficción que rige cualquier novela. Hay en estas aclaraciones una confesión: la imagen de cómo moría de sida un joven africano lo acompañó en todo el proceso de creación de la novela. Al final, asume la ira como punto de partida de esta novela y sobre todo como una decisión: “Ni que decir tiene que lo que aquí queda escrito es exclusivamente el fruto de mis propias elecciones y decisiones. Como también lo es la ira, esa ira que me movió a escribir la novela”.
Mankell, Henning. El cerebro de Kennedy. México: Tusquets, 2006.
(p.d. lo que quería preguntar es qué hace falta para transformar esa ira en una vía de reflexión y toma de conciencia frente a un panorama como el de México hoy…)