domingo, 9 de mayo de 2010

la memoria y el espejo (no. 46)*


Escribir es escarbar en el lenguaje.
Sabiendo que también allí han quedado cicatrices.

Sandra Lorenzano


Una buena amiga me contaba una vez que, cuando era niña, solía pasar largo rato frente al espejo, escudriñando su rostro, casi sin parpadear. Después de algún tiempo, súbitamente le venía una especie de revelación en que todas sus facciones dejaban de pertenecerle, en que esa mirada tan familiar le regresaba completamente ajena, convertida en otra. En un momento aparecía ahí frente a ella, una niña desconocida que la miraba con firmeza y determinación. El terror a su reflejo le hacía alejarse corriendo y evitar los espejos por varios días. Hasta hoy yo no he intentado el experimento, sin embargo, me resulta inevitable la confrontación con mi propia imagen (a veces distorsionada, ajena, desconocida) a partir de la mirada de los otros y, sobre todo, a partir de sus palabras. Afortunadamente, no siempre es el terror lo que me ha hecho desviar la mirada.
Al encontrarme con las palabras que conforman Los reflejos de Agustín Abreu Cornelio me vino a la mente un espejo esférico donde las imágenes eran proyectadas hacia todas partes, no hay un frente y un atrás, sino un afuera y un adentro de una misma memoria, evocada también como espacio de supervivencia. Desde el epígrafe de John Ashbery, Abreu coloca la gran pregunta que habrá de fungir como circunferencia: una vez que la imagen reflejada y el alma han llegado a un momento de quietud al mirarse al espejo, ¿qué tan lejos podrían nadar y sumergirse en unos ojos/en una mirada y ser capaces de regresar a salvo, intactos, de vuelta al nido? De entrada sabemos que no es posible regresar a salvo, porque también sabemos que las miradas verdaderas y poderosas necesariamente habrán de transformarnos. Así, es que Los reflejos se articula como un sumergirse en las profundidades de las miradas que dialogan o se desconocen, de las imágenes que regresan a sí mismas transformadas en deseos, recuerdos o destrucciones.
El juego especular, sin embargo, no se queda solamente en el planteamiento de Ashbery, sino que además se va construyendo en cada serie de poemas a partir de elementos teatrales que también implican un mirarse en el otro que es el público/lector. En “La reproducción del mangle” (título del primer apartado) encontramos la disposición del escenario, un espacio húmedo, retorcido por naturaleza, un tanto sombrío, desde el cual el enunciante lírico-personaje envuelto en una embriaguez condescendiente, habrá de confrontar su propia imagen con la multiplicidad de reflejos dialogados con los diversos personajes que habrán de entrar a escena. Porque no hay tierra firme donde echar raíces los personajes irán apareciendo, tal cual, como espectros, con nombres familiares implícitos en el devenir del drama. La tercera llamada será pues el toque de campanas que T. S. Eliot había dado ya en el primer canto de La tierra baldía y que también habrá de repicar en momentos clave de Los reflejos: “una campana advierte la densidad de los recuerdos” (17). Poco después vendrá la primera imagen de ese enunciante con la memoria a cuestas: “no es suficiente el zumbido del agua muerta ni el asfalto;/ para nombrar este instante/ espero que se diluya la memoria/ que me observa desde el agua” (17).
En “Reinvención del otro”, la figura del enunciante-personaje se instaura en esa estabilidad tramposa de lo cotidiano, en una especie de calma insoportable previa al caos: “saben que hoy es el día para agitar la sed de las galletas/ porque mañana la luna será de perros o alacranes/ y habrá que andar aguijoneando debajo de las puertas una leche inexistente/ y a nadie le es grato lamer bajo las sombras”. Los personajes que habrán de atravesar este espacio, serán hombre y mujer: mujer desteñida todavía del nombre que es destino, será la imagen que reposa en un sueño etílico, será también, dice el poeta, “la cruel dulzura del sudor seco en su entrepierna,/ y también la soledad del trayecto de la vida/ a la mujer que deshiela en mi costado” (22); será sobre todo el principio de la ausencia: “Ella iba descalza y jugando a no sentir mis besos;/ aseguró llamarse Despedida/ y se escondió bajo el silencio de otra puerta./ Todo quedó listo en el desamparo,/ menos el eco de mi lengua/ donde el adiós gimió su nombre.” (23). El hombre, por su parte, habrá de ser triste y rabioso testigo de esa mujer inasible que se multiplica, andará con una luz húmeda en los zapatos, observando el encuentro amoroso lo mismo que la despedida, llevará “el recuerdo entre los ojos/ como una arruga” y concluirá su breve monólogo evocando una “Efeméride” para aniquilar al tiempo: “Pertrechando en la escena del azoramiento/ con la bala perfecta en mis entrañas/ apunto al segundero con todo mi ojo zurdo./ Alrededor del disparo:/ sudor, náusea, piel benigna de la locura/ en los bordes filosos…/ donde aún se puede recordar el fuego” (26).
Posteriormente a este encuentro-desencuentro entre el hombre y la mujer, viene el “Dramatis personae”, precedido también por unos versos de La tierra baldía, pero en esta ocasión del segundo canto “Una partida de ajedrez”: “o o o o ese aire shakepeareano”. En este reparto, lo que importa es la presencia de los personajes y el diálogo-reflejo que vayan estableciendo los unos con los otros: “Tu nombre importa poco,/ pero conjura fantasmas/ en el lado ciego/ de mi memoria”, una memoria que sabe que el amor nunca es el que vence y que por eso se refleja en la imagen de una Ofelia ahogada en sí misma enamorada, (muerte por agua prefigurada también en el IV canto de Eliot); el de un Hamlet-poeta que hace mutis ante la muerte de la amada: “al cobijo de una lágrima/ la amargura nos sonríe” (32). El espíritu de la tragedia shakespereana se complementa con la intervención de una Lady Macbeth que se afirma a sí misma en la traición: “La más fructífera embriaguez proviene de un pulso femenino; ninguno mejor que el mío –me avergonzaría llevar tan blanco el corazón”… (33); lo mismo que con la confrontación de las tres brujas que advierten a Macbeth su destino y la imposición final de un Fortimbrás que asume su poder: “Tomo tu herencia con todos sus reflejos;/ toda su dulzura crece bajo mi lengua./ Ahora que me es dado reinar entre fantasmas,/ yo también forjaré víctimas ilustres” (36).
El clímax de la obra llega con “La dama de las situaciones”, igualmente extraída de “The burial of the Dead” de Eliot. En su papel de pitonisa, la dama de las situaciones y las piedras, Madame Sosostris, inaugura la serie de poemas encendiendo las piedras que habrán de forjar los trazos de esta escena medular: “la raíz,/ la costra/ y una víspera de flor”. Ahora el espacio es un día de abril raído –no siempre el mejor horóscopo para los amantes-, con una tierra donde no germinan jacintos, y con la savia –que en “La reproducción del mangle” buscaba su lugar preciso- dando color al enunciante-personaje. La escena transcurre en silencio, aunque éste sea “el peor lugar para callar”, continúa con una “Pantomima” de los árboles hasta llegar a la necesaria “Invención de la memoria”, donde justamente se reconstruye un episodio amoroso con ecos de melodrama o de alguna de esas piedras dispuestas por Madame. Finalmente entra a escena la dama de las situaciones, la que “sabe el nombre prolijo de la ausencia” y “el olor que despiden los recuerdos al cerrarse”; la que llega contundente a afirmar que “Es la perplejidad de la transparencia/ el testimonio de que la belleza ha pasado/ por mis ojos como tres años/ de espejos/ entre la luz”. Y aquí, frente a la imagen de un ser atravesado por la bello, volvemos a la gran pregunta de Ashbery para confirmar que es imposible permanecer intactos frente a una mirada: “y me hacen ver que ya soy otro mientras te espero” (53). Confirmación que al mismo tiempo se vincula con el acto de escribir, con ese escarbar en el lenguaje en busca, quizás, de las cicatrices y con la reconstrucción de la memoria como espacio de supervivencia.
La conformación de este espacio se concretará en “Tras la pureza” a partir de la incursión del personaje de la Hilandera, especie de guía escritural tejedora del destino a quien el enunciante se consagra para contar su historia llena del “vértigo y la saña de los ángeles”. También aquí se ha llegado a una revelación que resulta de este recorrido agitado a través de todos los reflejos que surgen desde y se refractan en este libro esférico. Encaminándose hacia el final el protagonista afirma: “Voy por los pasos que me vuelven a tu entraña/ y te hallo en la humedad del polvo. Nada se escucha,/ salvo el correr del hilo entre mis manos/ y este murmullo de aves liberadas en mí”.
La imagen que de tanto mirarla se hace ajena, que se distorsiona y también muere al final, es la del amor, pero no la del poeta. Por eso, aunque contagiado de nostalgia y herido en lo más hondo, el que ha pasado a través estos personajes-espejos y palabras no se echará a correr para alejarse de su reflejo, sino que volverá completamente destrozado al nido, para cerrar un círculo que empieza de nuevo en la reconstrucción de la memoria y en la confrontación con su propia imagen.


Mérida, marzo de 2010.

*Texto leído en la presentación de "Los reflejos" de Agustín Abreu. 19 de marzo, 2010. Biblioteca Cepeda Peraza, Mérida, Yucatán y en el Encuentro Interestatal de Escritores. 5 de mayo, 2010. Biblioteca Fray Francisco de Burgoa, Centro Cultural Santo Domingo. Oaxaca, Oaxaca.