domingo, 9 de junio de 2013

la última esperanza (no. 65)

“No cesaba de preguntarme a mí mismo por el origen de la maldad humana. ¿Por qué la barbarie adopta siempre un rostro humano, que la hace tan inhumana?” ¿De dónde nos viene esa capacidad para destruir (física y emocionalmente) al otro, la voluntad para hacerlo?, ¿del mismo recóndito y misterioso sitio de donde emana nuestra también ingente capacidad de amar y sentir compasión?
Una de las más poderosas cualidades de la narrativa de Henning Mankell es la de dejar palpitando, al final de cada lectura, una serie de interrogantes que no apuntan a otra respuesta que no sea la de subyugarnos en medio de la incertidumbre. Sus frecuentes exploraciones por las vetas más truculentas de la naturaleza humana tienen el poder de hundirnos en la duda, pero también el de corroborar que “inútil es el libro cuando la palabra carece de esperanza” y que sus historias nada tienen de inútiles.
En Comedia infantil, la voz del “Cronista de los vientos”, José Antonio Maria Vaz, es la que nos introduce a los estratos marginales de alguna ciudad portuaria africana, con un pasado oscuro de regímenes dictatoriales, luchas civiles y miseria. Sin embargo, en medio de esa desolación, encontramos resquicios donde todos los días sobreviven la empatía, la solidaridad, el sentido del humor.
A lo largo de nueve noches, la vida de José Antonio Maria Vaz se ve transformada por la aparición de Nelio, un niño de diez años, líder de una banda de chicos de la calle y al que se le atribuyen poderes sobrenaturales. El chico se encuentra gravemente herido y José Antonio, pese a las grandes desventajas y conflictos que la situación podría acarrearle, decide cuidar de él. La historia de Nelio, empieza así, con el inicio de su muerte, y será esa la misma historia del pueblo africano, la de los seres humanos y las sociedades; una historia llena de violencia, muerte, incomprensión, guerras, exilio, discriminación, desigualdad, errancias; una historia llena de coincidencias afortunadas, amor, compasión, de el esfuerzo diario por sobrevivir, por realizar los sueños propios y ajenos, por hacerse de un nombre y una patria.  
La vida de José Antonio, panadero de oficio, así como la de los chicos de la calle y la mayoría de los personajes que pueblan la Comedia infantil, es una constante lucha por seguir en pie y un eterno cuestionamiento acerca del sentido de empeñarse en seguir vivos ante un panorama tan desolador. “El hombre –dice el cronista de los vientos– ha de vivir para crear y compartir sus buenos recuerdos pero, si somos honestos con nosotros mismos, sabremos tomar conciencia de que el tiempo en que vivimos es tan oscuro como la ciudad que se extiende a mis pies. Las estrellas arrojan su luz indiferente sobre esta tierra nuestra tan olvidada y los recuerdos de vivencias positivas son tan escasos que las grandes cavidades de nuestros cerebros donde se han de almacenar esos recuerdos están vacías, obstruidas”.

A pesar de esta oscuridad, la vida de Nelio se erige como un buen recuerdo que es menester compartir con todos los que quieran y puedan escucharla hasta el final. Y contar esa historia es la misión del cronista de los vientos, porque al final de ella descubre parte del sentido de seguir aquí: “Ahora sé que Nelio tenía razón, que nuestra última esperanza está en no olvidar quiénes somos, que somos seres humanos, que nunca lograremos gobernar los cálidos vientos que soplan desde el océano aunque es posible que lleguemos a comprender por qué han de soplar eternamente”.

Mankell, Henning. Comedia infantil. México: Tusquets, 2012.

jueves, 6 de junio de 2013

mediana crónica. parte III. (no.64)


Continuando con el borrego xalapeño. Una de las características más peculiares de la ciudad es su distribución urbanística. En repetidas ocasiones he escuchado decir que para realizar los trazos de sus calles se empleó la estrategia de la vaca, totalmente opuesta a la pulcritud del damero, y que consiste en soltar una vaca en el centro de la ciudad e ir abriendo calles por donde decida pastar. Dicha estrategia puede ser verificada al caminar Xalapa, pues las curvas, desniveles, callejones, calles ciegas y demás, son muchas y nunca, nunca, siguen la lógica espacial acostumbrada, es decir, si entras por aquí, jamás vas a salir por allá. En casos de extravío, lo mejor es regresar sobre los pasos (los tuyos, no los de la vaca) y volver a empezar. Tampoco es muy recomendable preguntar a los transeúntes, ya que suelen tener un sentido de practicidad un tanto extremo: en más de una ocasión he pedido direcciones en la calle y he tenido por respuesta “toma un carro[1] y te lleva”.
            Para entrar a Xalapa hay dos vías de acceso principales: la carretera que viene del puerto de Veracruz y la que viene de México pasando por Perote. Si quieres salir de la ciudad, hay más opciones, puedes salir hacia Coatepec y Xico[2] que son dos pueblitos mágicos, más bien pintorescos y gastronómicamente estimulantes. Famosas son las truchas empapeladas e incluso los criaderos de truchas en algunos puntos de esta zona que también atraviesa por la llamada “Ruta de la niebla” (bosque mezófilo donde se encuentra una parte importante de los cafetales veracruzanos), lo mismo el mole, las enchiladas de nata y el pan xiqueño, así como el café, los granos de café cubiertos de chocolate, los helados y, es menester insistir en ello, las truchas coatepecanas de Don Yeyo. Xico es famoso también por sus cascadas, ríos y desde luego sus “Toritos”. El torito es una bebida con alto contenido calórico, leche y un toque de aguardiente. Viene en presentaciones de medio litro y un litro y los sabores se han venido multiplicando en tiempos recientes. Entre los más innovadores encontré el de chicle, el de “Beylis” [sic] y el de “Calua” [sic]. En algunos restaurantes de mariscos xalapeños, xiqueños y coatepecanos tienen la fantástica costumbre de ofrecerte como aperitivo un caldito de chilpachole con las tenazas de un cangrejo flotante y una copita de torito de cacahuate como digestivo. Estoy casi segura de que el torito es lo que más trabajo me ha costado digerir.
            Si llegando a Coatepec te desvías hacia la izquierda puedes llegar a Jalcomulco que es un pueblo junto al río, famoso por sus rápidos. Si tienes la prudencia de llevar el repelente adecuado, en Jalcomulco puedes ir a disfrutar de unos gigantescos y deliciosos camarones para pelar a la orilla del río, dar la vuelta por el parquecito central y comer helados. Si no, también puedes hacer todas las anteriores, llegar a casa a remojarte en caladryl y evitar arrancarte los coágulos de sangre que suelen dejarte muy a flor de piel los mosquitos jalcomulqueños. Entre Coatepec y Jalcomulco la vegetación va modificándose de forma radical. En el primero, abundan las montañas, los árboles altos, la niebla y un clima más bien templado, pero poco a poco van desapareciendo para abrir paso a una vegetación tropical y baja, llena de árboles de mango y plátano, con la contundencia del cielo azul en el fondo y un calor bochornoso muy similar al meridano. 
            Ya que sabes cómo entrar y salir de la ciudad, regreso al interior de ella.
15 de abril 2012



[1] Aquí en Xalapa, todo vehículo con cuatro (o más) llantas es denominado “carro”, no importa si es particular, de transporte público, de carga, si es un tráiler, un volquete, un taxi, un doble semi remolque o un autobús. Por eso es lógico que “tomes un carro y te lleve”. Cabe añadir que si te sitúas en la parada del camión, también debes referirte a él como a un “carro”, p.e. “¿pasa por aquí el carro que va al centro?”.
[2] Importante es anotar que aquí la “x” se pronuncia como “j”, luego entonces Xico se dice “jico”. Lo digo porque si algún día se te presenta la necesidad de pronunciar palabras como Xico, Xilotepec, Xallitic y por el estilo, no vayas a caer en la ridiculez de decir Shico, Shilotepec y Shalitic, como una servidora yucateca.