domingo, 18 de abril de 2010

"devastados" (no. 45)


Para Agus y Raúl
Si Sarah Kane hubiera asistido a este montaje de algunas escenas de su Blasted (Devastados), seguramente le hubiera parecido tan seductora la idea del suicidio como cuando finalmente logró acabar con su vida. Creo que el ventanal de la galería que mira hacia la calle 62 como espacio de representación, no hubiera sido el de su elección.
En ese momento clave de la obra, justo cuando los ojos de Ian estaban siendo succionados por la boca del soldado, mientras su cuerpo ultrajado se retorcía entre toda la sordidez de la podredumbre humana, el estruendo colorido y musical de la guagua de turistas iluminó espontáneamente la escena. Los saludos espontáneos de los turistas y las lucecitas de neón del otro lado de la ventana, terminaron por imprimirle un toque muy peculiar al clímax de la obra. Un coro de risas indiscretas surgió entonces entre el público, pero como siempre, la obra continuó…
***
El Ensayo de una ciudad sin nombre se había retrasado treinta minutos. El hotel Trinidad me pareció, al entrar al lobby, poco menos que mágico, seductor. Intentaba ignorar el calor concentrándome en la sobrepoblación de plantas que se extendía por los ventanales, pero el bochorno se fue acentuando a medida que me internaba en aquel lugar.
Entre sombras logré distinguir siluetas familiares de algunos estudiantes de la facultad de antropología que me dieron una bienvenida que no pude corresponder apropiadamente, puesto que para entonces ya había sido abducida por el exceso de imágenes que se fueron amalgamando para dar parte a la no-vida.
A unos pasos de la recepción, se asomó el jardín infinito con el que habría de toparme a cada paso; el camino continuó hacia la derecha, luego hacia la izquierda y luego, hacia la derecha otra vez. Una puerta colocada diagonalmente respecto al camino se erigió como entrada a la Galería de Arte “Manolo Rivero”.
En las paredes de mi primer breve recorrido logré distinguir una multiplicidad de objetos que podrían corresponder a todas las categorías o bien a ninguna: una vitrina rota, una sirena labrada en madera (como esas que habitan en los ríos de la huasteca y en los sones), instrumentos –asumo que eran musicales-, vasijas, piedras. Objetos todos coloridos, pero discretos y tímidos debajo de una espesa capa de polvo.
Una dama clara me pidió mi boleto a la entrada de la galería, sonreí ante su amable gesto y continué recorriendo el hotel. Era cuestión de decidir: izquierda o derecha; no, por aquí o por allá. Puertas, pasillos, jardín, letreros que indicaban la vigilancia por circuito cerrado las 24 hrs. En todo el hotel, flechas para llegar a la alberca e instrucciones en caso de incendio pintados a mano en un tono rojo muy amenazante, partes de maniquíes blancos colgando de las paredes, lo mismo que cuadros, espejos, platos, trozos de madera con números incrustados, lavadoras, roperos, estructuras indefinibles detrás de las puertas, a lo largo de los pasillos, todo aquello ostentando una vejez muy digna.
Tuve que cerrar los ojos un momento. Entonces me pareció que mi objetivo a partir de ahí tenía que ser encontrar la alberca, no sé por qué siempre he relacionado el agua con una suerte de refugio y última vía de salvación. Pensé también que quizás con un punto específico al que llegar lograría descubrir algún patrón de ordenamiento en las habitaciones y, en general, en todo el hotel. Seguí algunas flechas, doblé varias veces. El jardín parecía seguirme con una mirada inquisitiva, a veces su espesura llegaba a ocultar a la noche misma. Tropecé, al fin, con un estanque pequeño en cuyo centro verdoso flotaba el espíritu de una fuente, alrededor de ésta, cabecitas infantiles de piedra sonreían mordaces mientras la espesa putrefacción del agua amenazaba con saltar hacia mí. No hubo una sola idea lógica que me convenciera de que aquello no era la alberca, entonces me empeñé en encontrar el camino que llevara hacia el estanque.
Todos los colores empolvados empezaron a agolparse en mi mente, mi cabeza estornudó en varias ocasiones esa irrealidad que brotaba desde cada grieta. Mis manos se contrajeron rehusándose a tocar cualquier cosa, incluso a mí misma.
Un ventanal protegido con hierros oxidados acogía el comedor para exteriores que precedía a la alberca. Polvo bajo el polvo y debajo de éste, los estragos del tiempo y justo debajo de éste último, cosas que nadie levanta, que a nadie le importan porque nadie importa ya. Entre penumbras, enredaderas, hojas y más hojas que cubren troncos y más troncos, la alberca refleja la cara muerta de la noche, esa ausencia de vida o esa especie de vida paralizada que había olido desde la entrada. Preferí entonces el estanque. Desanduve los pasos, advirtiendo cómo el piso rojo dibujaba mis huellas. Sentí un poco de asco al contemplarme inserta en ese escenario.
***
Sentada luego, mirando la obra, pensé que no había peor sitio en el mundo para estar Devastados. Había algo en nosotros y en ese lugar que no concordaba con el sitio en el que Kate siente morir a un niño entre sus brazos, en el que el soldado ultraja todo lo que parezca ultrajable, en el que Ian vomita su frustración de no poder matarse y, por supuesto, en el que la misma Sarah Kane escribió e interpretó el siguiente acto de su vida a la hora 4:48.
El tiempo y la vida parecían haberse paralizado por completo en ese sitio. El todo, el caos, el caos que es todo. Miré, una vez más, la ridiculización de la violencia, de la humillación del hombre por el hombre. Ahí, estábamos, nosotros los humanos en esa sala de arte, pisoteados por nuestras propias suelas, ultrajándonos a nosotros mismos, cada quien en respetuoso y muy tonto silencio.
El calor no había cedido, el espectáculo sí. Kane eligió la muerte antes que la omisión de la vitalidad en las cosas de todos los días. Yo, opté por salir a mirar la noche, no sin la esperanza –debo admitirlo- de ser arrollada en cualquier momento por la guagua de turistas.

1 julio 2005