lunes, 23 de febrero de 2009

La noche casi perfecta (no.33)


para D y A


La vida no es idónea, es perfecta. Jerome entonces miró hacia los músicos que cerraban con un entusiasmo barato el Unicornio azul. Yo miré la luna que pendía como un fruto del árbol y me sonreía una complicidad casi siniestra. Regresé la mirada hacia Jerome y él me propuso visitar el hotel más hermoso de la ciudad.
Me había sentado en esa banca del “Parque de la madre” sólo para sentir; la batalla que se libraba entre los trovadores del café Peón Contreras y la salsa de los del restaurante La bella época, no daba lugar al pensar.
¿Qué hace la gente a estas horas aquí? Camina inconcebiblemente despacio. Los sábados por la noche nadie parece tener que llegar a ningún sitio; se detienen una y otra vez a husmear entre los destellos de la joyería artificial, las ropas de manta y las pinturas de nuestros artistas. Pasan en oleadas intempestivas y a veces, un poco toscas. Por alguna razón, la dama pelirroja del halter blanco que tanto insiste en mirar su celular, me ha llamado la atención, su impaciencia parece resonar casi al mismo volumen de la música.
Jerome se había sentado a mi lado momentos antes. Sus ojos azules y su ropa de manta me hicieron suponer que era francés, aunque no sé cuál es la relación entre una y otra cosa.
-¿Te molesta el humo?
-No.
-Si te molesta me avisas.
Jerome sostenía desde su extremidad esquelética un cigarro sin filtro. Al ver que el primer intento no funcionó, se aventuró nuevamente.
-¡Qué bonitos pies!
Al mirar mis zapatos completamente cerrados, sólo pude esbozar una risita retorcida. Pensé que tal vez no se dirigía a mí e instintivamente busqué a mis espaldas a otro posible interlocutor, pero la dama pelirroja del halter blanco acaba de levantarse del extremo de la banca más próxima e iniciaba una caminata presurosa hacia un lugar que no parecía tener nombre.
Volví la mirada y, contemplando a este hombre de incalculables años exhibiendo su huesuda fragilidad a través de una claridad innecesaria en su ropa y con los ojos intensos, palidísimos, esforzándose por atravesar mis lentes, las respuestas se deshicieron en mis labios como susurros indescifrables.
Los trovadores soplaban las primeras notas del Alma llanera cuando me empecé a preguntar qué hacía yo en esta magnífica noche de sábado, sentada en esta banca, escuchando a tan peculiar caballero mientras habla de las puertas que han abierto los extraterrestres en la selva a fin de salvar a los pocos humanos que, entrando en armónica comunión con la naturaleza –es decir, la mariguana, los hongos y ciertas especies de animales–, han logrado trascender a la realidad impuesta por esos “pinches gringos”, evitando consumir el veneno capitalista –coca cola– y sobreviviendo entre las masas idiotizadas como el pueblo de los elegidos portadores del futuro.
-A ver tus manos.
Sonriendo otra vez, solté la bolsa de plástico gris en que llevaba mi cartera, una pluma y una caja de chicles, y extendí las manos exhibiendo las venas que se pierden entre mis nudillos.
-Del otro lado.
Meticulosamente exploró las líneas en mis palmas, mientras yo intentaba encontrar ese mismo mapa fantástico donde él exploraba las posibles rutas hacia el tesoro. Por más que me esforcé, las líneas y mis manos siguieron siendo las mismas, sin embargo Jerome había llegado a una conclusión contundente:
-Los que pasa es que eres un espíritu joven.
No pude evitar arquear las cejas en una decepción evidente, al mismo tiempo que pensaba en mis 22 años. El tesoro se había reducido sólo a eso.
-Yo no voy a volver más. Ésta es mi última vida...- agregó momentos después.
Volví a arquear las cejas, esta vez de sorpresa, sin abandonar la sonrisa. Entonces rompí el monólogo, no podía soportar más estar en medio de esas trincheras, en esa batalla absurda entre las músicas, las gentes lentas, mi curiosidad y la risa contenida en la luna:
-¿Cómo lo sabes?
-Porque veo cosas, ¿tú ves cosas?
Pensé en responder con más preguntas, pero en la mente pasaban como el Cóndor pasa, respuestas tan tentadoras, que tuve que callar. Él retomó el cuestionario con una pregunta más concreta:
-¿Ves fantasmas?
-Últimamente, no.
-Yo sí veo fantasmas. Habito con ellos...
Imaginé entonces una habitación nebulosa, rodeada de cortinas de colores y un círculo de espectros compartiendo una pipa egipcia, mientras Jerome explicaba cómo era la verdadera vida en Bacalar.
La dama pelirroja del halter blanco pasó frente a nosotros. Yo le miré la frente estresada, como si dentro llevara un gigantesco yunque que no le dejaba mirar bien sus ideas; Jerome estudió sus caderas, también parecía encontrar en ellas un mapa fantástico que habría de conducirlo hacia el tesoro. Los trovadores habían ondeado estoicamente la banderita blanca ante el incontenible ejército del general Devórame otra vez; a pesar de todo, fue un triunfo digno.
Sin música y con Jerome, caminé hasta el hotel Casa Lucía aprovechando la oportunidad de invadir la mitad de la calle. Atravesamos el café y el lobby, y mientras él saludaba fraternalmente a los meseros y a la recepcionista, yo miraba la decoración y las pinturas en las paredes.
Jerome abrió gentilmente una puerta de cristal que conducía al patio del hotel. Señalando las paredes y sus rincones, me explicaba que él había pintado todo eso:
-Uno pinta las cosas, y los símbolos están ahí... ese ribete es del convento de... esos jarrones son ingleses...
Me sustraje de mí ante un lugar tan fascinante, había encontrado el tesoro sin seguir las líneas en mis manos. Me dejé llevar por el poder de los rosales, el agua de las fuentes, la discreción de la luz, los nombres de las habitaciones y sus fachadas yucatecas: San Fernando/8, Chuminópolis/2, Chem Bech/5.
-Espera, voy a pedir la llave de una habitación.
Seguí en la exploración de los rosales. Tanta noche y yo tan insuficiente. Jerome y una dama rubia y pequeña interrumpieron el silencio entre la luna y yo. La casa Santiago/9 abrió sus puertas para que pudiéramos admirarla. Al entrar, miré a la dama rubia y pequeña a los ojos sonriéndole un buenas noches, pero antes de poder advertir la sonrisa con la que seguramente respondió, mi mirada se sofocó con el ambiente tan extraño de la habitación.
Un blanco definitivo satinaba las sábanas rematadas en un borde amerengado, mientras del techo descendían curvas gentiles de gasa clara; con un fondo predominantemente beige, se extendía en todas las paredes una franja saturada de florecitas del convento de no sé donde que se prolongaba hasta las puertas del closet y las paredes del baño. Por un momento pensé que si abría la regadera fluirían chorros de pequeñas margaritas en lugar de agua. Como esto todavía no era lo suficientemente naive, una imagen de la virgen de Guadalupe colocada sobre la cabecera de la cama completaba el escenario. Para Jerome, todo aquello era lo más elegante.
Salimos de la habitación y del hotel acompañados por la dama rubia y pequeña. Con el mismo procedimiento que al entrar, llegamos a la calle entre cordialidades con el bartender y los meseros. La siguiente escala propuesta por Jerome fue la “Casa de todos”, pero me negué a continuar la peregrinación. Su decepción pareció compensarse con acompañarme a mi carro, aprovechando toda la esquina para ofrecerme refugio en su casa de Bacalar para cuando lleguen los extraterrestres a cumplir su propósito en la Tierra, aconsejarme el divorcio con mi soledad y fumar de vez en cuando algo de hierba.

Jerome abrió la puerta de mi carro y, prometiendo comunicarse conmigo algún día, dobló la esquina y desapareció. Yo seguía sonriendo, imaginaba que la dama pelirroja del halter blanco se había despojado del yunque al recordar las palabras de Jerome: la vida no es idónea, es perfecta. Me avasallaba tanta perfección, no quería involucrarme en el clan de los elegidos a riesgo de ser abducida cualquiera de estas noches; entonces planeé la adquisición de un litro de coca cola para la cena, subí el volumen de la música y grité de regreso a casa, junto a Sarah Mclachlan: your love is better than chocolate...

k.m.
Mérida, Yuc.
mayo de 2005